La guerra sigue. Ha caído el invierno, muchos periodistas se han ido y las banderitas azules y amarillas han desaparecido de las redes sociales, pero la guerra sigue en Ucrania. No hay más que entrar en Liverpool, un pub de corte británico en los confines de Ruzafa, y mirar a los ojos de Natalia. Ahí está la guerra. En ese velo de tristeza que cubre su mirada, ahí sigue la guerra. Dura, cruel, fría. La guerra, la maldita guerra.
Natalia y Amadeo, su marido, que es quien lleva el Liverpool desde hace once años, cerraron el bar a las cuatro y media de la madrugada de aquel jueves, un 24 de febrero, y se fueron a casa, como cada noche. Al llegar al Cabanyal, antes de entregarse al sueño, Natalia Solonynka abrió el Facebook para ver qué había de nuevo en la vida de sus amigos. Y entonces la noticia le guanteó la cara: Rusia había atacado Ucrania. “No lo podía creer. No me lo quería creer. Pero vi que todos mis amigos estaban online a las cinco de la mañana y entendí lo que había pasado. Llamé inmediatamente a mis padres y me contaron que estábamos en guerra, que Rusia había iniciado una guerra contra mi país”.
Hasta entonces, Natalia Solonynka había tenido una vida más o menos alegre. Nació por casualidad en Estonia. Su padre, que era militar, estaba destinado allí. Era el año 1984 y Estonia, como Ucrania, de donde provenía la familia, formaban parte de la Unión Soviética. Pero cuando Natalia tenía seis años ya habían vuelto a su país, a Strij, una ciudad de 60.000 habitantes, en la provincia de Lviv. Eso está al oeste, en una región donde no abundan los prorrusos. Allí, a sesenta kilómetros de la frontera con Polonia, donde cuenta la Wikipedia que fue el primer lugar donde se desplegó la bandera azul y amarilla de Ucrania, antes incluso de la independencia en 1991, pasó una cadena humana, un brazo cogiendo a otro brazo, que cruzó todo el país, de punta a punta, en vísperas de su separación.