La naranja ha sido, en los últimos ciento cincuenta años, el eje social vertebrador de las comarcas que se miran en el Golfo de València. La grave crisis del campo valenciano que precedió a la Revolución Gloriosa de 1868, con inundaciones y ruina del arroz, fue resuelta mediante el lanzamiento internacional de un producto que sirvió, no para fosilizar a una oligarquía de latifundistas, sino que acabó regando la entera economía de varias generaciones.
Gracias a la naranja se estructuró una extensa red de almacenes, suministradores de abonos, transportistas, corredores, agentes comerciales, ingenieros… sin olvidar los jornales de los “cullidors”, esenciales para la subsistencia de numerosos pueblos. Los ingresos de los cítricos se acabaron repartiendo por toda la sociedad y crearon un sistema rentable en el que todos, grandes y pequeños, acabaron generando capital y know-how empresarial. La sucesiva división de las tierras hizo que un número creciente de familias, muchas de ellas ajenas a la agricultura, pudieran participar el negocio, permitiéndoles pagar las carreras de sus hijos o simplemente acceder a un mayor bienestar.
Sin embargo, llevamos años en que la citricultura no acumula más que pérdidas a causa de unas caídas generalizadas de los precios que se pagan a nuestros productores, hasta el punto de que ni siquiera puedan hacer frente a los costes de recogida. La campaña actual está siendo especialmente desastrosa, con unas pérdidas en el territorio valenciano (que concentra el 70% de todo el sector español) por encima de los 130 millones de euros, a causa sobre todo de la distorsión de mercado producida por una presencia masiva de fruta procedente de países externos a la Unión Europea, principalmente de Sudáfrica.
Evidentemente la citricultura valenciana ha de asumir la competencia leal venga de donde venga, pero no se entiende que a pesar de que la Política Agraria Común es uno de los pocos espacios en que los países miembros de la UE han delegado enteramente sus funciones en las instituciones comunitarias, la ciudadanía tenga ahora motivos fundados para pensar que se están dando ventajas competitivas a países donde se produce a menor coste a base de salarios de miseria, pocos beneficios laborales y dudoso rigor en el control de plagas.