Que veinte años no es nada, cantaba Gardel. Y, sin embargo, me parece mejor el verso anterior: sentir que es un soplo de vida.
Hoy hace 20 años del 30 de junio de 2005. Una fecha que debería ser fiesta nacional, porque fue el día en el que se introdujo apenas un párrafo en el Código Civil que permitió que España aprobara el matrimonio igualitario.
En el Congreso, Zapatero, consciente de la inmensa campaña de oposición a esta reforma lanzada por los grupos más conservadores y, también, sabedor de que una parte importante de la sociedad española debía convencerse para cambiar una mentalidad petrificada durante siglos, dijo:
‘No estamos legislando, Señorías, para gentes remotas y extrañas. Estamos ampliando las oportunidades de felicidad para nuestros vecinos, para nuestros compañeros de trabajo, para nuestros amigos y para nuestros familiares, y a la vez estamos construyendo un país más decente, porque una sociedad decente es aquella que no humilla a sus miembros.’
Y es que había una gran cantidad de voces alertando de un supuesto ataque a la familia, de la perversión del concepto de matrimonio e incluso del riesgo que suponía para niños y niñas poder tener dos padres o dos madres. Barbaridades que ahora no aguantan la más mínima revisión, pero que en su momento congregaron a miles de personas.
Por eso, contaba el otro día Ximo Cádiz que el trabajo fundamental era el de convencer. Y como de importante era hacer entender que, como decía el presidente del Gobierno, no hablábamos de personas remotas o extrañas. Eran nuestros compañeros de trabajo, amigas, primos o hermanas. E incluso que completos desconocidos o desconocidas eran, a su vez, las personas queridas de otro. Y, ¿con qué superioridad moral podíamos negarles el mismo estatus que a cualquiera?
Porque el matrimonio igualitario va más allá de defender que cada uno puede amar a quien quiera. Solo faltaría. Al llamarle de la misma manera a lo mismo, reconocemos a todas las personas como iguales. Al incluir en la institución del matrimonio, central en nuestra manera de entender y organizar la sociedad, a quienes siempre habían sido relegados y relegadas a los márgenes, les dotamos de reconocimiento público. Achicamos el espacio a quienes quieran seguir tratando a nadie como diferente.

- Foto: KIKE TABERNER
Las palabras importan.
¿En cuántas familias alguien ha dejado de ser llamado el amigo o la amiga de, incluso con la mejor de las intenciones, para ser conocido ahora como el marido o la mujer de su nieto o nieta, hijo o hija?
A quienes alertaban que esto iba a empeorar la vida de quienes no formamos parte del colectivo LGTBIQ+, la historia les ha quitado la razón. Nos ha hecho mejores también.
Ha permitido no solo que el amor justifique la tolerancia, sino que el reconocimiento construya el respeto. Ha hecho a muchas personas más felices. Y, con eso ya bastaría. Porque en la felicidad de las otras y otros, también reside la nuestra.
De hecho, gracias a esta ley yo he vivido dos de los momentos más emotivos de los que participaré nunca. Uno escuchando a quienes no conocía de nada y otro, junto a quienes más quiero y conozco.
El primero lo viví en Bruselas, cuando era becario en el Parlamento Europeo y estaba en una charla a la que asistió el propio presidente Zapatero en la agrupación del Partido Socialista en esa ciudad.
Al acabar su intervención un par de mujeres jóvenes pidieron la palabra. Ni eran militantes, ni habían acudido nunca a un acto de este tipo. Habían venido a presentarle a su hijo, porque dijeron que, aunque no se conocían de nada, él era una especie de padrino del niño. Gracias a ese cambio legal, ellas habían podido ser madres. Ese día se emocionaron ellas y se emocionó el expresidente. Algunas lágrimas de alegría y varias fotos de familia. Ya, solo por eso, todo habría valido la pena debió pensar el expresidente.
Del segundo momento hace menos. Poco más de dos años. Ese día se casaban mi hermana y mi cuñada. Les pude casar y, ese día, quien lloró fui también yo. No porque fuera una historia especial, pese a que sean maravillosas, sino, precisamente, porque podían ser una historia corriente. Y eso, para quienes han padecido la incomprensión, es un mundo. Lo es todo.
Los extraños, los que están a parte, los que merecen reproche son ahora quienes no lo entiendan. Las cosas están, ahora sí, en su sitio. La libertad en el centro, el odio a los márgenes. Hasta quienes quieren querer mejor y les educaron para no saber hacerlo, lo tienen hoy más sencillo.
Y España está llena de estas historias.
No solo no hay ninguna persona que hoy viva peor que hace 20 años. Me atrevería a decir que todas las personas, hasta aquellos que no lo sepan, han mejorado su vida gracias a esta ley.
Para todas y para todos. 20 años son todo.