Sergei M. Eisenstein y André Bazin inauguraron hace casi un siglo un debate cinematográfico -quizá el primero- en el que se contraponía mise en scène a teoría del montaje. El ruso -defensor de lo segundo- fue durante un tiempo referencia de los grandes -de los grandes directores-. El mayor de todos ellos -adherido por practicidad y por convicción- fue Alfred Hitchcock, y su alumno aventajado, Orson Welles. El francés tuvo un predicamento igualmente feroz y si es verdad que su influencia se ha consolidado con el paso de los años -y más allá de que autores de la talla de Buñuel la defendieran- sus dos principales epitomes fueron asimismo Alfred Hitchcock (con La soga, 1948) y Orson Welles (con la primera escena en Sed de mal, 1958) quienes llevaron la teoría de Bazin al extremo, eso que alguien tuvo a bien llamar plano-secuencia.
Philip Barantini dirigió Hierve en 2023 mediante la argucia bazinesca del plano-secuencia elevado a la propuesta radical de no realizar corte alguno. Barantini lo hizo sin utilizar los ardides de Hitchcock en La soga (por motivos técnicos), Iñárritu en Birdman (2014) o Mendes en 1917 (2019). Barantini defendía una cinta rodada sin montaje que transcurre en un mismo lugar, en un mismo tiempo y con una misma trama. Unidad de espacio, acción y tiempo. Desde Aristóteles (Poética) la unidad de los tres elementos se ha aplicado con mayor o menor éxito -en teatro y luego cine- abundando los ejemplos de obras malas o mediocres que han cedido argumento, trama y -sobre todo- profundidad de los personajes en favor de la técnica, que han buscado el aplauso al recurso -muchas veces artificioso- del principio de unidad en la dramaturgia, de priorizar la forma por encima de la esencia, el cómo por encima del por qué.
Al igual que otros muchos casos, la cinta de Barantini pecaba de obsesión por la filigrana. Aunque el resultado fuera sólido y correcto y se observara una firme capacidad para la dirección de personajes y para la graduación y escalada del conflicto, Hierve se muestra carente de empatía y de un guion preciso que defina drama, complejos y expectativas. En Adolescencia (2025), sin embargo, Barantini toma todo lo que hizo en Hierve de manera más que impecable y le suma aquellas faltas cometidas, ahora enmendadas con rigor.
Adolescencia es tierna y dura a un mismo tiempo, es sentimiento y emoción, es un guion inteligente y mesurado, es avalancha y paz, es un enigma, es estridencia, es evasión, es agresión, distancia y acierto. Adolescencia es funcional y brutalista, es ornamento no superfluo y entramado cartesiano, es el rigor de un director que escribe fácil lo difícil y firma en alto cuando cree que es necesario reivindicar. Barantini juega hábil con la cámara y la deja muerta donde debe. Hace hablar con ritmo, pausa o frialdad a sus actores, con temple, astucia y vehemencia si lo requiere. Cada actor y cada frase, y cada movimiento, perspectiva, mueca o guiño está contado, acreditado, asimilado. Barantini registra drama y tiempo de manera excepcional. Todo fluye, asciende y se destroza sin que nada desvirtúe el recorrido del pathos. Un virtuosismo à la Tarkovski. Barantini sufre siendo eje, razón, disciplina, tierra, mar y aire. Y fuego, claro -por supuesto-.
En lo formal, Adolescencia es una gema televisiva con un solo antecedente, los Secretos de un matrimonio (1974) de Ingmar Bergman. Desde entonces la televisión (plataforma ahora) no había alcanzado cotas tan elevadas de calidad como las del film de Barantini y es esta excelencia inusitada la que otorga un elemento verdaderamente distintivo al director, eso que debería convertir Adolescencia en otro hito, en un nuevo Twin Peaks (1990) para una misma generación. Lo del plano-secuencia no quedará sino en una mera anécdota porque es probable que, como sus predecesores, Barantini quiera consagrarse como un director imprescindible con una película, en su caso, eisensteniana, con su propio Ciudadano Kane (1941) o su Psicosis (1960), para así ser recordado -sensu contrario de Welles o Hitchcock- como bazinista que operaba con solvencia en los dominios de Eisenstein. El otro elemento de debate que reviste una importancia aún mayor, es determinar si Adolescencia logrará servir de ejemplo para futuros productos televisivos, que tanto las plataformas como las televisiones se den cuenta de que calidad y público no son conceptos enfrentados, y que los proyectos -a partir de ahora- aparezcan revestidos de una cierta calidad. Que deber, debiera, pero otra cosa es cómo accedan a servirse de esta ruta plataformas y cadenas, y que hay tanto por contar y tantas formas de contarlo que en un mundo de optimismo yo le auguro a Adolescencia que podría ser la pieza que logró un cambio de ciclo, un nuevo paradigma. Que ojalá, evidentemente. Sin embargo, y en un mundo pesimista, yo diría que la cinta aspirará a -y conseguirá- algo simplemente puntual como erigirse en el producto audiovisual de mayor calidad estrenado en 2025. Que decir eso ya es mucho, pero que en el fondo lo bonito y deseable es otra cosa, es que sirva como aliento al cine -aunque sólo fuera por orgullo-, a la televisión y -por ende- a otras muchas disciplinas y que se vieran impelidos a aumentar la calidad del made in Hollywood o lo que fuera. Que anda flojo, así en general. Ojalá.