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TRIBUNA LIBRE

Cuando la justicia se convierte en campo de batalla

Publicado: 26/11/2025 ·06:00
Actualizado: 26/11/2025 · 06:00
  • Manifestación en Madrid de apoyo al Fiscal General del Estado.
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Un síntoma que va más allá de una sentencia

El reciente fallo del Tribunal Supremo sobre el Fiscal General del Estado no solo ha generado titulares, ha vuelto a evidenciar un fenómeno que desborda el caso concreto: la creciente incapacidad de la sociedad española para interpretar los hechos —especialmente los jurídicos— sin el filtro de la polarización política.

El problema no es el desacuerdo, sino la desconfianza. Cada decisión judicial deja de analizarse por su contenido y pasa a juzgarse por quién “gana” o quién “pierde”. Se discute menos sobre si el fallo está jurídicamente fundamentado y más sobre si favorece a “los míos” o perjudica a “los otros”. Cuando la justicia se mira con ojos de trinchera, deja de ser un poder del Estado y empieza a tratarse como un actor más del tablero político.

De la discrepancia al enfrentamiento emocional

No estamos ante una ciudadanía ideológicamente más dividida que hace veinte años, sino emocionalmente enfrentada. Este fenómeno se conoce como polarización afectiva, definida como la distancia emocional entre quienes comparten nuestras ideas y el rechazo hacia quienes piensan distinto. Trabajos recientes de Lluís Orriols (Esade) muestran que en España esta polarización ha crecido un 50% en dos décadas.

La polarización afectiva no solo deteriora la cooperación entre ciudadanos, sino también la confianza en las instituciones y la legitimidad de los gobiernos. Este fenómeno influye en las actitudes democráticas y en el distanciamiento social, reforzando la idea de que la política se vive como identidad, no como deliberación racional. 

El riesgo para la salud democrática

La confianza institucional es el pegamento de las democracias. Cuando se erosiona, el sistema se vuelve vulnerable. Un estudio de Carlos García Rivero y Hennie Kotzè comparando siete países, concluyó que los factores políticos —como la percepción de imparcialidad y eficacia institucional— explican mejor la confianza ciudadana que los factores económicos y jurídicos. Si cada sentencia se interpreta como un movimiento táctico, la justicia pierde su condición de árbitro y se convierte en jugador.

Sistemas polarizados tienden a usar los parlamentos como armas y los parlamentos politizados alimentan más polarización. El resultado es una degradación del espacio público, donde los desacuerdos dejan de gestionarse con reglas y normas y se transforman en guerras de relatos. 

¿Cómo salir del bucle?

Una democracia madura debería ser capaz de aceptar que una sentencia puede ser legítima, aunque no guste; fundamentada, aunque no convenga; y criticable, sí, pero desde el razonamiento jurídico, no desde el prejuicio identitario. Porque si algo pone a prueba la salud democrática de un país no son sus consensos, sino su manera de gestionar los desacuerdos.

Si la justicia se convierte en un campo de batalla, la democracia pierde su árbitro. Y sin árbitro, el juego deja de ser democrático para convertirse en una guerra de relatos. La pregunta es: ¿estamos dispuestos a recuperar el respeto por las reglas o preferimos seguir jugando sin ellas?

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