Mi alma occidental se acostumbra con dificultad a la repetición, pero en la repetición es donde está el sosiego. Noa y yo encontramos rincones y detalles verdes en el parque, aprendemos el nombre de los árboles, anotamos las rutinas de los jardineros, discurrimos en corro con los dueños de los otros perros y memorizamos los ciclos la luz, los rituales de cuidado.
Hoy pasa el corta césped dejando un aroma a fruta podrida y tallos aplastados con tonos cítricos. El jardinero va montado en un carrito eléctrico con una bombilla encendida a pesar de la luz amplia de las ocho, emite un zumbido de abejorro y me fijo en su concentración cuando alcanza ángulos difíciles. Hasta septiembre el césped no volverá a ser alto, esto ya lo he aprendido. Después de las vacaciones de los jardineros, la hierba mojará mis tobillos hasta media caña, pero ahora todo está mutilado y rasposo.
Me gusta la idea de parecerme a mi abuelo, que era un personaje de Delibes. Quiero ser él memorizando ciclos, estaciones, días con nombre de santo y cambios en la madurez de la fruta. Rituales como la siega, la poda, el barbecho. Quiero ser él fijando su mirada en el color de sus aceitunas y en la cercanía de la cosecha, profundizando en la repetición, desconocedor de la prisa y muy conectado con la naturaleza.
Chéjov también paseaba con sus dos perros por el bosque alrededor de su casa. Repartía sus horas entre la medicina (que ejercía casi gratis) y su escritura, con la que pagaba facturas, justo al revés que cualquier escritor de hoy. Lo imagino en los alrededores de Moscú o de Yalta asistiendo impotente al pulso de su bacilo de Koch, que lo liquidada por dentro, y a la iniquidad de su pueblo, que lo liquidaba desde fuera.
Cuando murió en un balneario alemán, fue empaquetado rumbo a Moscú en un vagón repleto de ostras y sus amigos se maravillaron de encontrar una orquesta militar celebrando sus exequias. Al rato comprobaron que el homenaje iba dirigido al fiambre de un General; viajaba en su mismo tren, pero en un vagón sin ostras.
Chéjov y mi abuelo. Me recreo un rato juntando a este agricultor de la Alcarria con el maestro ruso y me rio sola. Ambos estuvieron absorbidos durante media vida por los ciclos de la naturaleza humana y vegetal, ambos tuvieron un desenlace tragicómico: mi abuelo con las piernas por delante desde La Fe hasta Sacedón, su pueblo. Conducía el señor Asterio, un celador que nos había hecho chapucillas en casa y que mi padre sobornó para ahorrarse papeleos y gastos. Mi abuela le lloraba detrás, en el Opel Ascona donde íbamos todos, muy atenta a la sirena que rompía el silencio de la meseta. Little Miss Sunshine, la deliciosa película de Dayton y Faris, me recordó esta escena familiar. Cuando vi el cadáver del abuelo yonki (el papelón de Alan Arkin) traficado desde un box de urgencias hasta la furgoneta renqueante, me llené de ternura. Entendí que la vida de verdad corre en paralelo a las autopistas de la burocracia, por una vía de servicio. Que la vida de verdad está pasando todo el tiempo por detrás de lo grandilocuente y lo autorizado, pero hay que mantener los ojos bien abiertos.
Ha muerto José Mújica estos días y pienso en él, es sus ojos bien abiertos. Se reúne en mi pensamiento con mi padre, mi abuelo, el personaje de Arkin y estos jardineros taciturnos que, quién sabe dónde tendrán la cabeza, pero los he hecho sabios porque trabajan lo verde y lo tierno.
Interrumpo mi paseo para leer sobre el asilo que concede EEUU a los granjeros blancos sudafricanos y se cancela el zen. Mi prima manda el artículo y asegura que el café se le ha hecho yogur. Afrikaners que denuncian discriminación de su gobierno y tienen más crédito que los miles de refugiados repartidos por el globo. Se pregunta qué nos pasa, si de tanto mirar memes se nos ha ido la pinza como le pasó a Don Quijote, que se empachó de caballería y la confundió con lo real. Le respondo con otra pregunta: ¿son estos tiempos viejos o son tan nuevos que nos cuesta procesarlos?
A veces sueño con un plan de choque en las escuelas, uno que cancelara todas las líneas curriculares y pusiera a los chavales un curso entero a debatir, a leer y argumentar hasta verlos caer rendidos. Argumentos de más de tres líneas, no escritas por la IA generativa. Quizá de este modo pudieran explicarnos lo que está pasando. Convertiría el aula en un gimnasio de pensar, uno de cross fit donde sudar la lógica y la ética, con cintas donde subirse para encadenar silogismos hasta echar el resto. Detendría el mundo como hace cinco años, porque este virus parece todavía más mortal que el Covid.
Hay en marcha una campaña de este tipo, pero es muy tímida. Se da en pequeñas células de resistencia a las que acudo. Clubs de lectura. Foros. Somos un poco Fahrenheit, pero insistimos. Nos organizamos alrededor de una hoguera en la penumbra. Coloquios. Ferias del libro. Retiros. Intentamos abrir mucho los ojos, atender a lo esencial, los ciclos humanos y vegetales, la mejor manera de atesorar nuestro tiempo. Mújicas. Chéjovs. Gente que invoca a su abuelo o que invoca el amor y no el odio. Que hace ayunos de móvil y que camina inventariando el paisaje.
Quizá nuestro cadáver también viaje algún día en una falsa ambulancia. O en un vagón lleno de ostras, con fanfarria militar en la estación de llegada. Haciendo sonar piezas enérgicas y solemnes. Y equivocadas.