VALENCIA. Pese a las exigentes intenciones de ciudadanos y contribuyentes que se interrogan si no son capaces los propios políticos y los funcionarios de carrera de llevar a cabo esa reconversión de la sanidad -y en general, de cualquier estamento público y/o autonómico-, la experiencia y la fuerza de los hechos nos estrellan contra la cruda realidad: No, no son capaces.
A estas alturas de la crisis creo que la mayoría de ciudadanos ya tienen bastante claro y diáfano el fracaso del sistema. O si lo prefieren, su agotamiento. El Estado autonómico, sus políticos, la jerarquías funcionariales -de nuevo, con todas las excepciones que cada uno considere conveniente- ya no trabajan para la sociedad, de la que se alejaron hace años. Trabajan para mantenerse y reproducirse, un instinto de conservación insólito en otras latitudes pero que en este país se percibe en cada gesto y acto procedente de los niveles más elevados en la cadena de mando de las diferentes administraciones públicas.
Y es precisamente en estas circunstancias donde radica la dificultad, si no la imposibilidad, de que sean los propios políticos y sus mandos de confianza los que lleven a cabo la reconversión del sistema público donde viven, crecen y desarrollan su razón de vida. Se convertirían en auténticos ‘antisistema' dentro del sistema. Imposible.
De hecho, en la Comunidad Valenciana y desde que Francisco Camps hiciera mutis, su sucesor lleva año y medio intentándolo y apenas consigue avanzar algunas zancadas entre las resistencias corporativas. Incluso la desmantelación parcial de RTVV aprobada hace ya tiempo está encontrando tantos obstáculos burocráticos en su camino que casi hace inimaginable que algún dia pueda producirse.
(Tal y como muchos ciudadanos y profesionales se preguntan, ¿no habría sido mejor disolver del todo ‘esta' televisión pagada con dinero público -que no pública- y edificar sobre sus ruinas un nueva empresa, tal vez un modelo mixto, moderna y racional? Y es que lo que se avecina desprende tal aroma a gran chapuza que da miedo pensar en ello...).
Volviendo a la cuestión, apartando prejuicios ideológicos del siglo pasado y admitiendo que el actual Estado ya no es capaz de generar confianza entre los ciudadanos dado el desastre al que su innegable negligencia nos ha conducido, ¿qué tiene de malo que sean profesionales procedentes del lado privado de la vida -donde habitamos la mayor parte de la población activa española- y bien preparados para ello los que ayuden al Consell a realizar lo que el Consell no sabe o no puede realizar por sí solo?
"Es su obligación y su deber hacerlo, ¿por qué tienen que pagar a empresas privadas por hacerlo", responden algunos indignados conciudadanos señalando a los políticos. No les falta razón en un mundo ideal (volvamos a la casilla de salida: la experiencia ha sido nefasta para el país). Por otro lado, ¿se refieren a que deben hacerlo ‘personalmente' o llanamente a que es su obligación ocuparse de resolver el problema y de hacerlo bien? Porque si es lo primero, nadie les puede garantizar la ganancia. Han sido demasiadas oportunidades perdidas. Y ya sufrimos sobredosis de decepciones.
"Pues si no lo saben hacer, que se vayan y dejen a otros intentarlo". Otra buena intentona idealista, pero es de temer que no entra dentro de los planes de ningún partido político en España -integrados y votados por ciudadanos españoles, no lo olviden- admitir públicamente su incapacidad para gobernar. Así que o se les expulsa por la fuerza -opción viable pero no recomendable: perderíamos todo todos y en eso también tenemos experiencia- o los ciudadanos (quince emes y 25 eses incluidos) se organizan y se preparan para tomar al asalto las urnas en las elecciones que a partir de ahora se vayan convocando (ojo, no solo las administrativas, sino "todas", en las universidades, colegios, APA's, comunidades de vecinos, comités de empresa y etc, etc).
Pero mientras tanto no nos quedará más remedio a los escépticos contribuyentes que vigilar muy de cerca cómo los consultores contratados, esos profesionales formados en las mejores universidades y con años de experiencia en las más exigentes empresas, hechos de carne y hueso, con familias e hijos, muchos incluso 'progres', ponen la lupa sobre el sistema sanitario público e intentan hacerlo lo mejor que puedan.
Les va su futuro en ello: trabajan para empresas privadas cuyo primer objetivo es obtener beneficios, pero para hacerlo y mantener el empleo y el prestigio que les asegure seguir haciéndolo durante años tienen que trabajar muy bien y obtener muy buenos resultados en todas y cada una de sus contratas. Y vive dios que sanear la sanidad pública sin que ésta pierda su dignidad y actual servicio de primera que presta a la sociedad es una misión harto difícil.
No sería un plato de gusto para Deloitte, KPMG, PwC o Ernst & Young, ni tampoco para Broseta, Garrigues o Cuatrecasas verse retratados en miles de pancartas de ciudadanos cabreados a la puerta de sus deleghaciones en Valencia a causa de una, por ejemplo, reconversión sanitaria chapucera y pensada en contra de los intereses generales.
El punto débil de todo este complejo entramado es la memoria latente sobre las siempre dudosas relaciones entre empresas privadas y administraciones públicas establecidas a través de no menos dudosas concursos públicos de adjudicación. Éste no es un prejuicio: en la Comunidad Valenciana sin ir más lejos tenemos ejemplos a mansalva de los tiempos de la burbuja (¡qué desmadre! ¿se acuerdan?) que justifican éstas y muchas más sombras de sospecha.
Con toda seguridad, el recurso a consultores externos para restablecer cierto orden en la cosa pública no es la solución ideal para los males de este país y su carcomida gobernanza. Pero sí una forma de romper las mediocres inercias y endogamias que nos han situado en un al parecer maldito callejón sin salida.