VALÈNCIA. Lázaro vino al mundo hace 120 años. Un tiempo agitado por las incapacidades de la Restauración. Por las heridas abiertas tras la pérdida de Cuba y Filipinas en 1998. Por el controvertido paisaje social y político.
Lázaro se marchó en 1968. Justo cuando, en París, la arena pugnaba por escapar de la opresión del asfalto y los adoquines. Cuando los campus universitarios bullían a uno y otro lado del océano. Cuando el cambio tomaba cuerpo en la sociedad española del desarrollismo, las nuevas clases medias y el aire despreocupado que cabalgaba al ritmo de la expansión turística.
Entre 1905 y 1968, una vida. La de quien fue marido y padre de tres hijos. La de quien no fue sujeto de la historia, sino sufridor de la misma y, al mismo tiempo, sujeto inquieto de su tiempo. Así lo cree su hijo menor, nacido en 1954, que apenas pudo disfrutar de su padre 14 años. Él ha sido quien nos ha contado algunos retales de la vida de su progenitor.
Lázaro, según la leyenda familiar, comenzó a trabajar muy pronto, apenas salvada la infancia, como era frecuente en aquellos tiempos de salvajismo laboral. El mundo que descubrió fue el de la mecánica. Autodidacta y hábil en el manejo de pistones, válvulas y bujías, supo domar los motores de coches, camiones y autobuses. Entre éstos, los de la Marina Gandiense, la empresa que unía Gandia con su puerto y playa; vehículos en parte heredados del Reino Unido, que conservaban el volante a la derecha y a los que Lázaro recogía en el Puerto de Santander para acercarlos al Mediterráneo.
Fue su oficio y pericia en la mecánica lo que, mucho tiempo después, le condujo a emplearse en una gran empresa, ya desaparecida, de comercialización de cítricos, -Frutos Españoles S.A. (FESA)- que, entre otros almacenes, disponía de uno en Gandia. El local cubría una extensa manzana, con dos líneas de manipulación pobladas de balsas, cintas de triaje, calibración y empaquetado, junto a otras áreas.
Aquel fue el último techo laboral de Lázaro y de él se recuerdan la dedicación incansable que afrontaba como responsable del mantenimiento de la maquinaria. Jornadas laborales de 24 horas que enlazaban con el día siguiente. Capazos con almuerzos y cenas que iban y venían de su hogar al almacén, llevados por alguno de sus hijos. Y, cuando la temporada naranjera finalizaba y en aquel lugar sólo permanecían Lázaro y el personal de oficinas, llegaba la tarea de desmontar las cintas y los rodillos que las impulsaban; tiempo para revisar los motores, incluido aquel gigante que proporcionaba energía a las instalaciones cuando fallaba el suministro habitual de electricidad. Un trabajo que llevaba a cabo en pleno verano porque apenas existía más tiempo disponible. Un sobreesfuerzo que andaba a la par de las horas extraordinarias trabajadas y las vacaciones no disfrutadas; y de ahí, de esa acumulación de sudores, surgían los cobros adicionales que le permitían sostener a su familia.
Lázaro se encontró a lo largo de su vida con la convulsa existencia de España y respondió a la realidad de su tiempo tomando partido. Fue un republicano convencido y un camarada de los más débiles. Sabemos de sus convicciones gracias a quienes formaron parte de su generación porque, una vez vencida la República, nuestro protagonista se sumió en un profundo silencio. Como ocurriera en tantos otros hogares, las vivencias del pasado, -experiencias de democracia, libertad y aspiraciones igualitarias-, no ocuparon lugar ni siquiera en sus relatos verbales: una forma de proteger a la familia de posibles indiscreciones. Sin embargo, la pasión republicana resurgió cuando se planteó la formación de sus hijos. Había observado el florecimiento de la educación durante la II República, el empeño extraordinario de llevarla a ciudades próximas y aldeas remotas, de alfabetizar a la población adulta y, en particular, a las mujeres; de impulsar las Misiones Pedagógicas y cubrir el territorio de bibliotecas: la educación como vía de ascenso social que rompiera los esquemas deterministas con que, generación tras generación, los más privilegiados habían encasillado a los trabajadores.
El hijo menor se muestra todavía admirado de la atención prestada por su padre al progreso de sus estudios. Cuando Lázaro supo que el uso del magnetófono podía ser útil como herramienta de aprendizaje, le prometió que se lo compraría si obtenía una matrícula en el curso siguiente. Y este hijo todavía recuerda la emoción de su padre cuando le llevó aquel boletín de calificaciones en el que constaban seis matrículas de honor. Lázaro cumplió su compromiso, aunque para ello, como había ocurrido con la televisión, fuera necesario acudir al pago a plazos: una prolongada obligación a la que no falló nunca, incluso recortando de lo preciso y llegando hasta el límite para evitar el registro de morosos: humilde, sí, pero honrado y formal, igual o más.
No fue el único ejemplo de su capacidad de sacrificio. Viendo que el hijo pequeño necesitaba gafas, renunció a cambiarse las suyas y, durante largo tiempo, aceptó desgastarse la vista. A ese mismo hijo le dijo en 1967: “En el futuro es muy probable que exista un gran idioma internacional. No sabemos si será el inglés o el ruso. Del ruso no conozco a nadie que lo enseñe; pero del inglés sí sé de alguien que se exilió a Estados Unidos y ha podido regresar hace poco. Está dispuesto a ser tu profesor particular”. Y así, fue cómo, de una lectura geoestratégica y una oportunidad práctica, el inglés entró en aquella familia trabajadora.
El mismo vástago recuerda que su padre, sin nunca obligarlo, le transmitió el interés por la música. En los años 60, la banda gandiense ofrecía conciertos al público: una oportunidad que ambos compartieron los domingos por la mañana. Un rasgo de bonhomía paternal que se sumó a su reacción cuando el pequeño de la casa iba a tomar la primera comunión: Lázaro pidió al hijo que le dispensara de asistir a la ceremonia; pero, al contemplar la tristeza que brotaba de la cara del niño escogió acompañarle, sacrificando sus ideales laicistas.
Fueron momentos de disfrute del padre que se agotaron aquel día de septiembre de 1968, cuando Lázaro fue llevado a casa por sus compañeros de trabajo tras sufrir un desvanecimiento. La piel pálida, la cara sudorosa, los ojos rezumando inquietud y asombro, pero con el mono de mecánico, -su uniforme de trabajo-, en su sitio. La sanidad pública, muy alejada de la actual, no le proporcionó la respuesta que necesitaba. Durante la noche sobrevino una apoplejía que obligó a hospitalizarle en València, donde falleció poco después.
Mañana es el Día del Padre. Esta es la historia que aun incompleta, -sólo trenzada con los recuerdos de uno de sus tres hijos-, es suficiente para mostrar a un hombre que mereció ser reconocido por su doble lucha como padre coraje y como ciudadano responsable pero que, más allá de su familia y amigos, únicamente obtuvo silencio. En su memoria y en la de tantos otros como él, en los que el lector podrá reconocer su propia experiencia, felicidades papá.