A pocos metros de la librería París Valencia, en la boyante plaza de Cánovas del Castillo, con cierto riesgo empresarial y polémica asegurada abrió un Peep Show. El destape no solo pertenecía al viejo y desnutrido oeste de Goerlich o a una Ciutat Vella envuelta de escombros. Cabinas de exhibición, pases cortos, mujeres al desnudo y mucho papel higiénico.
Al paso ligero de unas botas Dr. Martens de aquel local del vicio cortejado por colegios religiosos, el estreno enmudeció a un vecindario conservador que, los domingos después de misa y del aperitivo en Aquarium, solía con cucharada de madera comer un arroz de pollo y conejo en el restaurante El Romeral.
A escasos minutos de aquel ‘barrio rojo’ se situaba el Seven Eleven, surtidor de perritos calientes y de bebidas azucaradas. No solo la heroína fue en vena. La Coca-Cola nos la metieron con el abridor.
Los ochenta había sido una década de experimentación en laboratorio con los niños nacidos a mitad de los setenta. Yo fui uno de ellos. Hollywood, el embajador de los Estados Unidos en el planeta, se encargó a la perfección de llevarlo acabo.
Con La historia interminable perdí la timidez, con Top Secret rompí el virginal precinto de las cintas VHS. De nada me sirvió el corto aprendizaje de la lengua de Leon Tolstoi en mi periplo, con apenas ochos años, como tripulante de un crucero por el Mediterráneo con bandera de la Unión Soviética. Odessa y Yalta siguen de color sepia.
Valencia, aquella ciudad de puentes, sin río, y diseñada por un maltratado Ricardo Bofill ponía fin al noviazgo con los ‘fontaneros’ de la ciudad. Ricardo Pérez Casado, el alcalde, se iba a casa. Enola Gay seguía zumbando en el interior de los altavoces instalados en la vieja Alameda. La música vertebraba una ciudad en que se palpaba el hartazgo vecinal.
The Final Countdown sonaba con mucha fuerza. Rita Barberá se imponía sin clemencia, y Vicente González Lizondo se comía la clementina del Ayuntamiento. El Tetris, los petacos, los billares y los recreativos unían fuerzas canalizando las amistades de cientos de jóvenes de los barrios de una València pirotécnica y centralista. Mi viejo dejaría de poner gasóleo en la gasolinera. El autoservicio se imponía. Fue su lucha interna. El pan congelado se comió al pan doble.