VALENCIA. El Corte Inglés lo lleva anunciando semanas, la Navidad ha llegado. Tal magno acontecimiento implica la celebración de diversos momentos: el anuncio de Freixenet, comer turrón Jijona, Ramón García dando las campanadas, la (no) llegada del FLA a las arcas valencianas (el Gordo a su lado es una broma), caras que fingen haber acertado en lo que te han regalado, 'El Hobbit', las estrenas (la de los funcionarios que este año se estrenan en quedarse sin paga extra) y la vuelta a casa de un pariente familiar que jamás has visto. No menciono a los Reyes Magos porque este año han quedado excluidos de los Presupuestos Generales del Estado (un réquiem por sus realezas).
Sin embargo, existe un elemento vertebrador e impepinable con la tradicional llegada de la Navidad: las cenas de empresa. Solían tener poca fama en estas señaladas fechas pero lo cierto es que hoy en día es más trendy ir a un ágape empresarial que estar invitado a cualquier boda real.
No gozan del carisma de Papa Noel, tampoco de la ilusión que conlleva comprar un décimo de lotería y ni siquiera despiertan ese espíritu folclórico que aflora en cada uno de nosotros asociado a la impetuosa necesidad de decorar cada esquina con duendes, estrellas, bastones, ángeles y guirnaldas. Más bien, en unos días donde cada momento parece estar envuelto en papel de charol luminoso, una cena de empresa, al menos en el pasado, podría considerarse como al haba que toca cada año en el roscón de Reyes, como el rechazo a ese regalo mal envuelto o como el llanto inminente de un niño al no ser saludado por su rey favorito durante la cabalgata. Sin embargo, el afán narcisista adoptado por la actual crisis actual impone nuevos criterios convirtiendo hoy en día a las cenas de empresa en un lujo de unos pocos y ya son una tendencia de carácter alcista.
Así pues, mientras la crisis se ocupa estas Navidades de regalar carbón, despidos y reservar una mesa lo suficientemente grande en su particular empresa multinacional llamada INEM, paso a relatar lo acontecido en mi última cena en la empresa donde fui contratada temporalmente como redactora en la editorial de una revista de guía de ocio valenciana (¡Sí! ¡Viva el instinto maternal!)
La fecha estaba fijada desde hacía varios meses, por lo que llegado el momento y con ilusión, me acicalé para la ocasión. Alrededor de la barra en un exquisito e informal ágape en el interior de un mítico bar Congo en Antiguo Reino de Valencia, todos mirábamos de reojo los looks escogidos que nos transformaban en desconocidos comensales los unos para los otros. Perfumados, maquillados y con modelos de farra, más acertados unos que otros, comenzamos a interactuar cual extraños por primera vez fuera de nuestro contexto habitual.
La buenorra estaba más buenorra; el veterano lucía una corbata roja, color nada habitual en la seriedad usual de sus conjuntos; el informático se había puesto lentillas; los becarios, dentro de su estilo desenfadado, vestían sus mejores galas; el departamento de marketing, todo imagen, sorprendían más que nunca con los conjuntos más fashion de la temporada; el friki, eso sí, seguía siendo friki; y el jefe remplazaba el bolígrafo que siempre asomaba desde sus americanas por un elegante pañuelo.
La siguiente sucesión de acontecimientos que comportaron la cena, al menos para mí, fue un absoluto y complicado víacrucis. Y es que en un evento de este tipo tienes dos opciones: la del divertimento o la precaución. Dos posturas separadas por una fina línea muy fácil de traspasar cuando, por cuenta del jefe, fluye la barra libre (la de la cerveza). Yo tomé el camino de la prudencia, o eso intenté. Así pues, achispada pero aguantando el tipo me pude percatar de lo que ocurría a mi alrededor.
Empezada la velada, varios grupitos rondaban al jefe sin más remedio, al interponerse éste estratégicamente entre la barra y el acceso al baño, conversando del único tema en común: la humedad que hacía aquella noche. Sin embargo, pasada una hora e instalada en el ambiente una excesiva predisposición por la euforia, esos mismos grupos le esquivaban nada sutiles; otros, más atrevidos y movidos por su notoria ebriedad, se le acercaban con un objetivo claro: el ascenso. En la esquina del local, el tímido chico nuevo aprovechaba su desinhibición para dar caza a la buenorra poniéndose de lo más sobón.
En cuanto a mí, todavía sentada para evitar dañar mi reputación, la señora de administración, un fósil de oficina con pelo cardado, me abría su corazón sin importar mi nulo interés por la vida de sus hijos, nietos, hipoteca y facturas telefónicas. Además, convertido el baño en el nuevo punto de encuentro social, los fumadores, cual rebeldes adolescentes, desafiaban a la casi reciente normativa antitabaco consumiendo cigarrillos sin límite mientras hacían del espacio del retrete, el plató de "Sálvame", criticando sin tapujos sus pésimas condiciones, horas extra y explotación salarial.
De repente, la música del establecimiento enmudeció dando paso a un rítmico guitarrero. Animada por el resto, una compañera sentada en un taburete comenzó a entonar una canción en inglés que ella misma había compuesto mientras con absoluta destreza tocaba su guitarra. Un extraño sentimiento paternalista se adueñó de manera colectiva haciéndonos sentir a cada uno de nosotros absolutamente orgullosos de la inesperada habilidad, hasta ahora para mí, de esa chica rubia de pelo corto de divertidos zapatos sentada dos mesas delante de mí en la oficina.
Un estadillo de aplausos, un "¡Oooleeeeee!" generalizado y alguna que otra lágrima de la intérprete emocionaron si cabe aún más el ambiente de lo que se convertiría en una mítica cena. Era previsible: la falta de decoro una vez en el meollo es difícil de disimular cuando se está a punto de alcanzar el clímax del buen rollo. Y, por eso, me dejé llevar. No había marcha atrás.
Lo último que recuerdo fue salir a la calle. Bueno, en realidad, ser invitados a abandonar el bar por los camareros, únicos testigos cabales de aquella velada. Fuera, cada uno trataba de imponer su ritual habitual para continuar el jaleo nocturno. Los más prudentes fueron partidarios del "una retirada a tiempo es una victoria" y, los que menos, proponían seguir la marcha en alguna discoteca cercana para después arrasar las existencias en el horno de los Borrachos. En minoría, otros hasta coreaban la pesada cantinela del "¡Vamos de parranda, una última copa en el puticlub de la siguiente manzana!"
Hasta aquí es donde puedo relatar porque lo que ocurre en una cena de empresa se queda en una cena de empresa. Un paréntesis en la vida laboral de cualquier plantilla empresarial y que en pro de un largo futuro profesional sus protagonistas deben ocultar. Un evento del que mejor evitar su difusión aunque los palidecidos rostros, al día siguiente en la oficina, delatan a sus cómplices de resaca en cuestión. Sólo una información, para los que aún no conocen tal curiosa experiencia, puedo desvelar con anticipación: noche de desenfreno con colegas del trabajo, jornada de mañana repleta de ibuprofeno.