VALENCIA. La transformación de los clubes de fútbol en sociedades anónimas deportivas no ha logrado ninguno de los objetivos planteados por la Ley del Deporte de 1990. Dicha Ley trató de delimitar los derechos de propiedad de los equipos para atraer capital, asegurando al propietario el control de los flujos de caja derivados de su inversión inicial. Se pensó que de este modo los clubes adoptarían pautas de funcionamiento propias de las empresas. El amateurismo daría paso a la profesionalización y el sentimiento futbolístico sería domado por el dinero.
Veintitrés años después de la aprobación de aquella ley, el fútbol español vive las consecuencias de un modelo de gestión enloquecido que, a diferencia de lo esperado inicialmente, ha demostrado una exuberante preferencia por el gasto. Ninguno de los equipos que se convirtieron en SAD pagó jamás dividendos a sus propietarios y, salvo notables excepciones, nadie se enriqueció comprando y vendiendo acciones de estos clubes. Más de veinte equipos han entrado ya en concurso de acreedores y otros muchos están de facto intervenidos por las entidades financieras.
El propietario: de héroe a villano
Por ello, la propiedad privada de los clubes se ha convertido en un anatema en los círculos futbolísticos. Expresiones como "no seré yo quien venda el Valencia CF" o "debemos caminar hacia la democratización del club" constituyen críticas veladas a la denostada figura del propietario, alguien que al no entender la pasión futbolística, no duda en anteponer sus objetivos empresariales a la voluntad del aficionado, sin garantizar un mínimo de eficiencia en la gestión de los recursos.
Estos argumentos tienen una venta fácil, pues al fin y al cabo ¿quién va a oponerse a la democratización de algo, sea un club de fútbol o una comunidad de vecinos? No obstante, nadie explica de qué forma la democratización de la gestión habría evitado que el club de Mestalla acabara intervenido por sus acreedores. ¿Acaso no fue Ramos Costa elegido libremente por los aficionados? Convendría no olvidar que, en aquellos clubes democráticos anteriores a la Ley del Deporte, el aficionado cambiaba presidentes a golpe de pañuelo.
Y la razón para ello nunca era el déficit de explotación, o el excesivo nivel de endeudamiento del club, sino el bajo rendimiento deportivo de la plantilla. Fue precisamente la quiebra de aquel modelo de gestión la que impulsó la transformación de los clubes en sociedades anónimas deportivas.
El modelo de negocio
En realidad, el problema actual del fútbol español tiene poco que ver con la democracia y mucho con el modelo de negocio de los clubes. España tiene dos marcas futbolísticas de prestigio internacional, que refuerzan la imagen del país en el extranjero. Con un control omnímodo de los medios de comunicación, Madrid y Barça impusieron la negociación individual de los derechos de televisión. Ello les proporcionó una ventaja competitiva abrumadora, no solo con respecto a sus competidores nacionales, sino también frente al resto de clubes europeos. Pronto empezaron a ganar ligas en el mes de noviembre, accediendo sistemáticamente a las finales o semifinales de la Champions League. En un mercado tipo winner-takes-all, la supremacía deportiva les aseguró los mejores contratos publicitarios.
El Valencia CF entendió que para competir en estas condiciones debía obtener recursos financieros extradeportivos. Y llamó a la puerta de los representantes políticos para acceder a ellos. El dinero llegó en forma de créditos bancarios concedidos por entidades politizadas, y a través de operaciones urbanísticas impulsadas por el gobierno local. Pero mientras la financiación obtenida por cauces políticos iba ganando relevancia, los derechos de propiedad y la responsabilidad del accionista mayoritario se diluían.
El drama financiero del Valencia CF pronto dejó de ser una cuestión privada, para convertirse -de nuevo- en un asunto público. Y ello generó el tipo de problemas que predice la Teoría Económica: cuando las empresas se saben seguras de no quebrar, asumen riesgos excesivos y devienen ineficientes.
Visto en perspectiva, parece evidente que nuestros políticos nunca quisieron que el Valencia CF fuera una sociedad anónima. Lo fue de iure, pero no de facto. Por ello, no es de recibo responsabilizar de lo sucedido al modelo de sociedades anónimas deportivas. Y menos aún buscar en la democratización del club una respuesta a sus problemas actuales. Lo que necesita el Valencia CF no es ser más democrático.
Lo que necesita es abandonar la dinámica asamblearia que caracterizaba a los clubes de fútbol en la etapa anterior a la Ley del Deporte. Debe ser y actuar como una sociedad anónima en el sentido amplio del término, haciendo entender a sus aficionados que el único Valencia CF posible es aquel que obtiene beneficios y atrae a inversores nacionales e internacionales.
La Fundación
Sin embargo, es fácil dejarse seducir por el modelo que actualmente rige los destinos del club. Una fundación que actúa como correa de transmisión del valencianismo establece los objetivos de la sociedad a largo plazo, y se asegura de que la gestión cotidiana del club se ajusta perfectamente a los mismos, con unos niveles aceptables de eficiencia y transparencia. La dirección de la Fundación corre a cargo de una serie de notables que garantizan una cierta estabilidad social, más allá de la polémica deportiva y mediática que suscita un club de fútbol.
La música es perfecta, pero la letra plantea dos problemas fundamentales. En primer lugar, la Fundación es incapaz de atraer inversiones, pues no puede otorgar a los inversores potenciales el control de los flujos de caja que se derivarían de las mismas. Y en segundo lugar, no tiene recursos propios para comprar el paquete de acciones que otorga la mayoría de los derechos de voto en la Junta General de Accionistas.
Por tanto, sus decisiones están sometidas a un importante déficit de legitimidad, que acaba desestabilizando la acción del propio patronato. La sensación de desgobierno, precariedad y conflictividad social que vive el club en los últimos tiempos no es sino la consecuencia directa de esta circunstancia.
A lo largo de la última semana se ha hablado de la necesidad de convocar elecciones a la presidencia del Valencia CF, precisamente para paliar el déficit de legitimidad de la Fundación. Se trata de una propuesta que venía siendo reclamada por distintos colectivos valencianistas en los últimos meses, y que tiene el atractivo de profundizar en la idea de una Fundación representativa de la afición.
Sin embargo, no parece que nos encontremos en la coyuntura más adecuada para introducir un nuevo factor de inestabilidad en el club. El futuro inmediato del Valencia CF depende de una renegociación a largo plazo de su deuda, que no podrá producirse si el acreedor duda del compromiso del nuevo consejo de administración con la reducción del gasto y la devolución paulatina de la deuda.
La venta
Destacadas personalidades del valencianismo sugieren que la única solución pasa por la venta del club a un inversor internacional, pero hasta el momento no ha trascendido ninguna oferta concreta. Hoy por hoy, el proyecto inmobiliario en torno a las parcelas de Mestalla no tiene viabilidad. Y la rentabilidad del proyecto deportivo depende de un cambio en el modelo de negocio que no parece muy probable a corto plazo. Son demasiadas incertidumbres que se añaden a la ya de por sí precaria situación de la economía española y valenciana.
Como ha sucedido con la banca intervenida, no será posible encontrar un comprador para el club sin cerrar previamente su agujero patrimonial. Para ello, el Valencia CF necesita ganar tiempo y evitar la inestabilidad institucional que hemos visto en las últimas semanas. El Consell tendrá que asumir el coste político del aval que nunca debió conceder. Bankia tendrá que acceder al aplazamiento del crédito que el Valencia CF necesita para sobrevivir. Y el valencianismo tendrá que convertir la austeridad presupuestaria en la bandera de una nueva etapa, apelando al espíritu del equipo memorable que volvió a primera división tras el descenso del Camp Nou en 1986.
A medio plazo y una vez refinanciada la deuda, el Valencia deberá centrarse en la construcción de su nuevo estadio, en colaboración con un consorcio de empresas que puedan financiar el resto de las obras a cambio de explotar la superficie comercial del Nou Mestalla. Con toda probabilidad, la venta del Viejo Mestalla llegará después de la inauguración del coliseo de la Avenida de las Cortes Valencianas. Y entonces, con la situación encauzada y el horizonte despejado, será posible encontrar un comprador que pueda apuntalar el proyecto.
Esa parecía la estrategia antes de que llegaran los cambios en la Fundación. Y ésa será la estrategia que veremos en los próximos meses. De hecho, a fecha de hoy todavía se desconoce la razón de los continuos cambios en el Patronato de la Fundación, aunque a tenor de la dimisión de su presidente, parece que el objetivo de los mismos no era democratizar el Valencia CF. Lo celebro, pues no parece muy razonable perder el tiempo mientras el barco se hunde.