Siempre se nos ha dibujado una frontera entre lo real y lo imaginario. En una parte sitúan a los pragmáticos y al otro a quienes viven fuera de la realidad. Se nos enseña a pensar que no se puede tener un pie a cada lado de la línea y se caricaturiza a quien imagina como un niño que, teniendo todo por delante y casi nada por detrás, sueña despierto las cosas que no existen.
De alguna manera se jerarquiza. Se sitúa la realidad por encima de lo soñado. Y se edifica sobre esa premisa un sistema de valor gris, justificado en que solo lo que existe produce y lo imaginado no existe. Aunque ya esté probado que no es así.
Hace poco el físico Alberto Casas afirmaba en una entrevista que el libre albedrio es una ilusión. Todo lo que creemos que pensamos o decidimos ya está escrito. Y hasta la imaginación viene preestablecida una fracción de segundo antes de que creamos inventar. Algo similar decía ya Kant. El filósofo hizo física o el físico ha hecho filosofía. Pero ambos llegan a una conclusión similar; imaginamos de acuerdo con categorías, con nuestro conocimiento previo. Por tanto, la frontera entre lo imaginario y lo real no existe. O como mínimo no es tan rígida, ni jerárquica. Los recuerdos, nuestra interpretación del contexto, son material creativo y la imaginación es el ejercicio de tirar de ellos.
Me gusta pensar en el pasado así y no en coordenadas de nostalgia. Me gusta verlo como ese hilo y no como un recipiente al que asomarse. Creo que eso, en buena medida, es ser progresista; una defensa práctica de la imaginación.
Por eso me preocupa más su ausencia. Y ando preocupado. Probablemente son los efectos secundarios de haber tenido que leer un presupuesto; el de València. Nunca esperas de un tomo contable poesía, pero sí que debería evocar cosas. Y en esas páginas, centenares de páginas, no ocurre. De la lectura decepcionada de en qué espera gastarse el dinero de la ciudad proviene la decepción. De la ausencia de ideas, de horizonte. En definitiva, de constatar que no hay nadie imaginando València en la mesa desde donde debería hacerse.
Y mira que uno podría estar decepcionado o enfadado por múltiples cosas, algunas de dolor agudo. Como que el futuro President de los valencianos se decida a centenares de kilómetros y por gente más interesada en sacar rédito del fracaso que en buscar al mejor posible. Esa sensación de secuestro político pasará factura, pero creo que ninguna cuenta será tan cara como la de la falta de imaginación. En parte porque creo que todas esas cosas, inimaginables no hace tanto, son posibles porque hemos asumido que se puede ocupar el poder sin imaginar futuros. Y no hay nada peor que la nada.
Es la ausencia de perspectiva lo que deja espacio al ruido. Yo no creo que la gente se haya radicalizado por combustión espontánea, creo que el silencio siempre busca romperse. Con lo que sea. Que te digan cualquier cosa, pero que te digan algo. Y cuando no se dice nada o, al menos, nada interesante hay que llenar el vacío. Y aparece hasta un torero.
A veces esa nada tiene forma de maceteros grises, para sustituir a maceteros verdes. Otras veces tiene forma de dejar pasar cuantos más coches mejor y otras el túnel del tiempo se llama Pérez Galdós. Y en ocasiones la nada se camufla bajo frases grandilocuentes que tratan de tapar la ausencia. “Valencia y Lisboa tejen una alianza Mediterráneo-Atlántica”, tituló hace unos días el gabinete de prensa, al que probablemente le hubiera facilitado el trabajo tener algo concreto sobre lo que escribir y no tanta nada.
La nada siempre es la renuncia, la rendición. Y a un político, especialmente a un alcalde o una alcaldesa, se le puede perdonar que no acierte, pero no que no imagine.
Porque la ciudad es lo tangible sobre lo que construimos las historias. La ciudad es el sitio donde cada uno dibuja una toponimia propia, íntima o compartida. Y, sobre ella, como hizo Estellés con València edificamos, si es posible, el mundo de meravelles de nuestras vivencias. Quasi a les palpentes.
Sobre la ciudad pisamos e imaginamos, que es un ejercicio de rabiosa realidad.
Por eso es tan desesperanzador que la dirija alguien que no lo hace. Alguien que no imagina. Y vuelvo al primero de los ejemplos, puede haber algo que grite más alto que no hay ningún horizonte que resumir tus años en un cambio de maceteros. Hay cosas que si miras las escuchas.
Y no es que una ciudad deba ser lo que quiera quien la dirige, pero sí debe dirigirse a algún lado. Porque cuando eso no ocurre, cuando la ciudad no se hace, te la hacen. Y a lo mejor ese es el gran problema que nos hace andar preocupados por esta València. Porque ni el más hooligan te niega que esta València preocupa. No es lo que se está haciendo, sino la que se está perdiendo por no hacer.
Se echa de menos un proyecto con el que disentir. Se debería poder confrontar ciudades imaginadas. Y a lo mejor se gritaba menos y se avanzaba más. No por casualidad cuando ha aparecido una propuesta política en Nueva York que propone algo ha hecho hablar de ello hasta a quienes se oponen a esas propuestas.
Aportar ideas es ya, en sí mismo, como sol de invierno. Lo vamos buscándolo como locos en las terrazas del debate público.
Falta imaginación. Y mira que València tendría todo para que no faltara.