Ha coincidido en el tiempo la muerte de dos figuras globales. Dos americanos. Del sur global. La del Papa Francisco y la del expresidente de Uruguay Pepe Mujica.
Ambos admirados, referentes de mundos a veces opuestos y a veces conexos. Al menos conexos en ellos.
Se vieron varias veces, conversaron y seguramente habría sido un gusto poder haber escuchado desde una silla, desde donde pasara desapercibida nuestra presencia, ese intercambio de ideas. Cuentan que cuando el guerrillero uruguayo visitó el Vaticano en 2015, después de haber dejado la presidencia, las primeras palabras que le dijo a Bergoglio fueron ‘hola, vecino’. Del papa argentino ha quedado recogido que definió a Pepe como un ´tipazo´. Y cuando murió, pocos días antes de que lo hiciera él mismo, se volvió a difundir una entrevista en la que un laico y ateo decía que al argentino le definía la humanidad y la vuelta a las bases y el compromiso.
Tuve la oportunidad de escuchar en persona dos veces a Mujica en València. Llenó el Centre de Cultura Contemporánea del Carmen y el saló de Corts del Palau de la Generalitat. Y muchos, incluso los que asistimos a muchos discursos por obligación protocolaria, tuvimos la sensación de que había valido la pena levantar la cabeza del móvil y escuchar. A Francisco le reconozco la capacidad de doblarme el prejuicio que me alejaba y me aleja, también por laico y por ateo.
La de Mujica y Francisco es una conversación histórica, pero no por lo evidente. Ni tampoco por lo simbólico. Algo a lo que ambos han sido reducidos constantemente, aproximándolos paradójicamente a un producto. A un objeto de consumo, de los que llaman la atención porque destacan en un escaparate donde brillan, precisamente por no querer hacerlo.
Porque es cierto que el Papa renunció a símbolos de poder y caminó con sus zapatos de siempre. También que Mujica residía, junto a Lucía Topolansky, en una residencia humilde y que su escarabajo antiguo o su ropa descuidada contrastaba con la idea de estilo de vida que presuponemos a un líder global.

- Pepe Mujica y el Papa Francisco, en una imagen de archivo. -
- Foto: EP
Pero no es la humildad el legado fundamental de ninguno de los dos. Puede que sea un medio que dote de coherencia a su mensaje, pero el mundo está lleno de gente que vive así y no lo elige. O, precisamente, porque está lleno de mujeres y hombres humildes.
El propio Mujica lo decía ‘¿qué es lo que le llama la atención al mundo? Que vivo con poca cosa, una casa simple, que ando en un autito viejo, ¿esas son las novedades? Entonces este mundo está loco porque le sorprende lo normal´.
No, esas no eran las novedades.
Lo anormal no era abrazar lo normal, sino abrazar la causa de las personas corrientes. Pararse a reflexionar sobre el funcionamiento de la explotación, el sometimiento al mercado o la importancia de vivir la vida con causas que trasciendan que voy a poder comprar de más. Reclamar ante los más poderosos la necesidad de una conducción justa de la economía, de un reparto del beneficio de un mundo que solo conducido por la codicia va al abismo. Defender un significado de la libertad que no trata de la capacidad para especular con los demás, sino para vivir junto a ellos. Entender que la humanidad es un atributo colectivo y que ninguno está completo solo, ni desentendido del resto. Que el individualismo no puede usurpar esa humanidad.
El icono no es el líder humilde, sino el que luchó por un mundo para la dignidad de los humildes.
Reducirlo a lo estético es injusto. Es empobrecedor y, probablemente, lo más cómodo para quienes en este mundo, donde hasta lamentar perdidas se convierte en una necesidad de reconocimiento social, prefieren hablar de la anécdota y no del fondo.

- Pepe Mújica durante una visita a València. -
- Foto: EVA MAÑEZ
Es más cómodo pararse en lo estético que conversar con sus ideas sobre las contradicciones del capitalismo, cuando parece un anatema hacerlo.
No, Mujica no solo era una persona entrañable que decidió enterrarse bajo de un árbol de su chacra con su perra Manuela, en lugar de hacerlo en un panteón presidencial. Era el guerrillero Tupamaro que empuñó las armas. Sí, guerrillero. De una generación que definió como derrotada y penó cárcel por sus ideas. De la misma que triunfó en la renuncia al odio.
El que dijo que, si volviera a vivir, dedicaría su vida otra vez a luchar por su pueblo. Precisamente, siendo eso mucho entregar, para quien cree que el verdadero tesoro está en el tiempo de vida y no en la cuenta corriente. Sabía lo que valía esa promesa.
De hecho, hace nada se anunciaba el premio Princesa de Asturias a Byung-Chul Han por reflexionar sobre estas cosas, sobre las que la política no debería abdicar.
Y casi como si lo hubiera visto venir o, seguramente, por ello ya regañó preventivamente a un mundo dispuesto a contemplar solo la caricatura diciendo que ‘como fui presidente vienen acá y ven esta casita y me admiran. Pero no me siguen ni en pedo’. Llamando a esquivar la tentación de que le convirtamos en víctima del like irreflexivo solo por salirse del molde. Llamando a tener millones de sucesores y sucesoras comprometidas con cambiar ese molde.
Por todo, no. Mujica no es un auto viejo.
Es un mundo nuevo.