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#OpiniónVP El poder valenciano

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VALENCIA. Estoy muy de acuerdo con la tan airada, como solvente, proclama realizada recientemente por los dirigentes empresariales acerca del muy escaso interés que el gobierno central muestra con la Comunidad Valenciana. Como también estoy de acuerdo con el President de la Generalitat y el nuevo Conseller de Hacienda, al exigir a aquél, un trato más acorde con la importancia demográfica, económica y política que un territorio como éste tiene en el conjunto del Estado.

Entre otras cosas, porque no importa cual sea el indicador utilizado: inversiones en infraestructuras, financiación per cápita o balanza fiscal; cualquiera de ellos expresa, con suficiente rotundidad, la total indiferencia, cuando no trato nítidamente discriminatorio, con la que los poderes centrales se han solido comportar con nosotros a lo largo de las últimas décadas, por no decir de los últimos siglos.

Dicho lo cual, y antes de continuar con esta imparable fiebre reivindicativa que nos invade, sería muy conveniente que dedicáramos unos minutos a preguntarnos cómo hemos podido llegar a esta situación. No vaya a ser que, tras la legítima indignación que ahora sentimos, lo que, al final, encontremos no sea otra cosa que nuestra propia división sobre los asuntos esenciales que nos afectan como pueblo, o, lo que aún es peor, esa secular incapacidad que nos caracteriza para hacer valer nuestros derechos frente a quien corresponda.

Porque ¿y si una buena parte del menosprecio institucional que hoy cosechamos, tuviera su origen en causas internas, más que externas?  ¿y si todos los estratos de la sociedad civil valenciana, desde la política a la economía, pasando por la ciudadanía en general, fueran, en cierto modo, responsables de tamaño desaguisado, ya sea por acción o por omisión?

Cuando Alfonso Guerra, a principios de los años 80, pronunció aquella expresiva frase "no me valencianice usted el problema" dirigida a un diputado del propio grupo que no se ponía de acuerdo con el resto por una mera cuestión de formas, venía a poner de manifiesto la percepción de lo valenciano que se comenzaba a tener en el resto de España. Guerras de banderas, desacuerdos con la denominación de la propia lengua, vergonzosa utilización del fantasma de la catalanización, el "problema alicantino"... eran todos ellos hechos que avalaban esa imagen exterior de fragmentación y desacuerdo por cuestiones formales, cuando no banales, que proyectábamos desde aquellos primeros años de rodaje de la  democracia en la Comunidad Valenciana.

Y no quedó aquí la cosa. Luego, a finales de la misma década, llegó la politización de las organizaciones patronales, que yo viví en directo, con unos dirigentes que eran perfectamente intercambiables con puestos las listas electorales del PP (como pronto tuvimos la oportunidad de comprobar), y cuyo principal objetivo no era la legítima reivindicación de inversiones e infraestructuras ante el Estado español, apoyando incondicionalmente a su gobierno autónomo en tales cometidos, sino precisamente todo lo contrario: el deterioro de éste, por la simple razón de que entonces se trataba de un gobierno socialista. La cumbre de Orihuela de 1989, en cierto sentido, no fue más que otra de esas representaciones de autofagia que los propios valencianos realizaban contra sí mismos, por razones mucho más ideológicas y tacticistas, que patrióticas.

No voy a ser yo, desde luego, quien afirme que los sucesivos Presidentes de la Generalitat que aquí hemos tenido han sido abertzales furibundos o exigentes negociadores frente al poder central. Más bien, todo lo contrario. Pero la historia de nuestras organizaciones patronales (las mismas que hoy, acertadamente, expresan en público su particular ¡basta ya!), también ha dejado mucho que desear en el pasado reciente, pasando de la crítica feroz, a la complacencia más servil y lamentable, en función de quién gobernara aquí o en Madrid. Ni siquiera, hasta la llegada de José V. González a la Cierval, dichas organizaciones se habían preocupado demasiado (por no decir nada) de reflexionar sobre el modelo productivo que tenemos y sus posibilidades de mejora, dejándose llevar, cómodamente (como todos), por la ola expansionista inmobiliaria, sin cuestionar, en ningún momento, las bases estructurales sobre las que se asentaba nuestro crecimiento a largo plazo.

Si a todo esto unimos la imagen de descontrol y despilfarro en el gasto público que han propiciado los últimos gobiernos populares, directamente ligada a la fallida estrategia de "grandes eventos", y, desde luego, el dudoso honor de aparecer en todos los ranking internacionales como una de las regiones más corruptas de España, podemos disponer de un cuadro lo suficientemente completo de razones de carácter interno que expliquen una buena parte de nuestra acreditada debilidad negociadora con el mundo exterior. Para regocijo de Montoro, por supuesto, pero también de quienes le precedieron, y de quienes le sucederán en el futuro. 

Conclusión: mal podemos lograr nuestros objetivos, si nosotros mismos no nos ponemos de acuerdo en cuales son dichos objetivos. Si las cosas han de cambiar, y ahora parece que es posible, dejemos de una maldita vez de discutir entre nosotros por un quítame allá esas banderas o esos gobiernos, y busquemos los puntos básicos de acuerdo. Deleguemos a continuación su defensa en la Generalitat, que es la que está legitimada políticamente para ello, y mantengamos en todo el proceso una actitud de seriedad, austeridad, sensatez y solvencia para gobernar nuestros propios asuntos. Al principio, muchos no se lo creerán, algunos tardarán un tiempo en aceptarlo; pero no les quepa la menor duda de que será entonces, y solo entonces, cuando nuestros "adversarios" comiencen a tomarnos en serio.

Lamento defraudar tantas épicas expectativas, pero el tantas veces proclamado poder valenciano, créanme, no era más que esto.  
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