VALENCIA. Las interminables colas que se producen en las tiendas Apple para adquirir un Iphone 6, cuyo precio oscila entre 700 y 935 euros, es otra mala noticia para aquellos que todavía creen que la competitividad es una cuestión exclusivamente relacionada con precios y salarios bajos. Y también para aquellos que se empeñan en defender que vivimos en la "era post industrial", tras constatar el enorme peso que el sector servicios tiene en el PIB, tanto en términos de valor, como de empleo.
Empecemos por el principio. Resulta obvio que existe un mercado para el Iphone, como existe un mercado para los Audi o los lavavajillas Miele, a pesar de que podemos encontrar sin dificultad productos sustitutivos a precios significativamente menores. Y si esto es así, que lo es, lo relevante del asunto es averiguar por qué estamos dispuestos a pagar 700 euros por un Iphone 6 básico de Apple. Es decir ¿qué es lo que estamos pagando exactamente cuando lo hacemos?. O, si se prefiere, ¿a quiénes?
Veámoslo: alrededor de 200 € (un 28% del total) son para pagar a los proveedores de los materiales de los que aquél está compuesto (procesador, cámara, pantalla táctil, carcasa metálica, batería, etc.). Los otros 500 € (72%) se dedican a retribuir a los trabajadores y a los propietarios de la empresa, bajo la forma de salarios y beneficios (valor añadido), de los cuales, tan solo 11 € se dedican al pago de salarios los trabajadores en las líneas de montaje en fábrica, y una cifra similar a las labores de empaquetado y distribución.
El resto, "compra" la I+D, el diseño, el software, el marketing, y, naturalmente, el capital aportado por sus propietarios, en forma de beneficios. Es decir, que un elevado porcentaje del precio final abonado se dedica a retribuir al conocimiento incorporado en cada uno de los malditos smartphones. No parece, pues, que la competitividad de una compañía como Apple se base en que sus precios sean muy bajos, sino, más bien, en que sus productos resultan muy "inteligentes" y atractivos. Y esto, según todos los indicios, vale mucho para sus potenciales compradores.
Y, naturalmente, si vale mucho para sus compradores, también vale mucho para sus accionistas. Observemos la siguiente tabla elaborada por Bloomberg en 2014, tras la salida a bolsa del gigante chino de comercio electrónico Alibabá (El País, 19-9-2014), en el que se muestra el ranking de las mayores compañías del mundo en términos de su valor de capitalización bursátil.
Observarán de inmediato, además de constatar que Alibabá se instaló directamente en el puesto 17 (¿una empresa tecnológica?, y ¿de China?), que aquellas empresas que "venden" intangibles, conocimiento, innovación, o como quiera que le llamemos: Apple, Google, Microsoft... cada vez tienen más peso en los mercados (vendiendo únicamente estas tres, podríamos comprar todo el PIB de España), mientras que las petroleras, a excepción de Exxon, los bancos, los productores de automóviles o la industria del acero, no han parado de descender puestos en el ranking desde la década de los 80.
Este fenómeno de desplazamiento en el liderazgo mundial corporativo, guarda un cierto paralelismo con la pérdida relativa de peso de las grandes familias capitalistas tradicionales que impulsaron el crecimiento económico en EEUU desde finales del S. XIX, y hasta los años 90 del S. XX: los Ford (automóviles), los Rockefeller (banca y petróleo), los Morgan (acero y electricidad), los Astor (cadenas hoteleras) o los Vanderbilt (ferrocarriles); grandes fortunas acumuladas a lo largo de décadas que, sin embargo, veían languidecer poco a poco su liderazgo absoluto (que no necesariamente, su fortuna), mientras una nueva de generación de "empresarios" sin corbata, con apellidos sin tradición alguna: Hewlett, Gates, Jobs..., y totalmente desconocidos para el "mundo de los negocios de toda la vida", surgían de la nada, armados, casi exclusivamente, con grandes dosis de materia gris y un entusiasmo irrefrenable por la innovación, y creando un sin fin de nuevas necesidades; y también de nuevos mercados.
Era un cambio de paradigma productivo en toda regla. El crecimiento, impulsado hasta entonces por el capital, había dejado paso al crecimiento impulsado por el conocimiento. No es que los servicios desplazaran a la industria, sino que ambos, la industria y los servicios, estaría obligados a partir de ahora a incorporar la innovación en el seno de sus estrategias competitivas, como una variable clave mucho más relevante que lo había sido hasta entonces, si querían mantenerse con éxito en los mercados.
De hecho, las compañías "tradicionales" del sector farmaceútico/cosmético, o alimentario, que se mantienen en los primeros 20 puestos del ranking Bloomberg, lo hacen gracias a sus altos niveles de inversión en I+D (Jonhson&Jonhson, Roche, Novartis), a la continua innovación de productos (Nestlé) o, sencillamente, a la introducción masiva de innovaciones organizativas y de mercado (Walt Mart).
Sirvan estas consideraciones para contribuir a aclarar que lo que, en este mundo global, caracteriza a una empresa como altamente competitiva y valiosa en el mercado, no es el hecho de pagar altos o bajos salarios, o de que sus productos sean más caros o baratos, sino, sobre todo, el que incorpore dosis de conocimiento proporcionalmente elevadas respecto del valor final del producto, ya sea mediante la creación de nuevos bienes y servicios de alto valor añadido, sea intensificando el uso de la innovación (de todo tipo de innovación) en el caso de que aquella pertenezca a alguno de los llamados sectores tradicionales.
Ser consciente de este hecho es mucho más relevante de lo que se cree, porque determina, en gran medida, el grado de corrección que obtengamos en el diagnóstico de los "males" que aquejan a un determinado modelo productivo. De tal modo, que ahora podemos afirmar que los modelos productivos en un territorio no están estancados o se convierten en obsoletos, porque tengan mucha industria y pocos servicios (o al contrario), sino porque la intensidad del uso del conocimiento y la innovación para "producir" en cualquiera de ellos, es relativamente baja. Este es el núcleo central del problema. Aceptarlo, puede abrir alguna vía de solución a medio y largo plazo. No hacerlo, nos lleva directamente a la melancolía.
¿Alguien se atrevería a aclararnos de cual de las dos situaciones nos encontramos más cerca, aquí, en la Comunidad Valenciana?