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#OpiniónVP 'La imputación y la cultura de la sospecha', por Guillermo López

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VALENCIA. Últimamente, cuando el Gobierno anuncia alguna reforma en el ordenamiento jurídico, la reacción más común de cualquier ciudadano es echarse a temblar, atormentado por las ocurrencias autoritarias que habrá detrás de la última reforma del régimen de libertades , siempre en pos de recortarlas... por nuestro propio bien.

Por eso, la aprobación de un proyecto de ley de Enjuciamiento Criminal, en el que se adoptan ciertos cambios en los procedimientos judiciales, en principio, genera sospechas y juicios de intenciones de toda clase. En este caso, la propuesta se centra en el período de instrucción de los juicios (que se busca abreviar, en líneas generales) y en un cambio terminológico. La figura del imputado desaparecía y se vería sustituida por dos situaciones diferentes: la del investigado (cuando se inicia el procedicimiento judicial) y la del encausado (cuando haya un acta de acusación).

Esta propuesta ha generado críticas sobre las auténticas intenciones del Gobierno: enmascarar el elevado número de imputados que tiene su partido en diversos procesos judiciales, emborronar la realidad, jugar al despiste... En efecto, la medida tiene ciertos tintes de neolengua, como en la novela 1984 de George Orwell, en la que el poder redefinía el significado de las palabras según su conveniencia.

EL ESTIGMA DE LA IMPUTACIÓN

Sin embargo, y aunque sean ciertas las sospechas sobre las malévolas intenciones ocultas del Gobierno con esta reforma, la medida parece, en sí, razonable. Porque sí que es cierto que el término "imputado" ha adquirido una significación muy negativa, en la que parece que el individuo que ha sido imputado ya es, al menos en parte, culpable. La imputación, a efectos de la percepción ciudadana, es muchas veces una presunción de culpabilidad, incluso con independencia de lo que después pase en el juicio.

Por eso iniciativas como la "doctrina Fabra", que en teoría obligaba a dimitir a los dirigentes del PP que fuesen imputados, obligaban a menudo a matizar y hacer excepciones: la imputación no implica culpabilidad; evidentemente, cada caso es distinto. Son matices elementales, pero que a menudo no se tienen en cuenta, sobre todo en el actual ambiente de crítica y desafección, si afectan a representantes políticos.

Naturalmente, buena parte del problema deriva de que, en España, durante mucho tiempo, prácticamente nadie ha asumido responsabilidades políticas hasta las últimas consecuencias. Es decir, hasta llegar a la dimisión. Se asumían responsabilidades políticas... Y la asunción de tales responsabilidades no parecía tener efecto alguno. Por ese motivo, hemos acabado judicializando en extremo la acción política; por la sencilla razón de que, sin imputación, nadie asumía sus responsabilidades. Y, como argumento llevado al absurdo, al final muchos ciudadanos piensan que si alguien es imputado es el momento de asumirlas, aunque a menudo no sepamos el motivo de la imputación; y, desde luego, no podamos saber a ciencia cierta si el político imputado es culpable o inocente.

Hemos llegado a situaciones surrealistas, en las que se busca la imputación del rival a toda costa, como vía para acabar con él. En que no sirven de nada las explicaciones en torno al caso por el que cada uno se ve afectado; y en donde la imputación se ha convertido, a menudo, en excusa para librarse de dirigentes del partido que han caído en desgracia (o que cayeron en desgracia, precisamente, por su imputación).

Queda como trasfondo un segundo problema, del que también hemos hablado: en España, dimitir implica casi siempre abandonar la política, lo quiera o no el político. En el medio y largo plazo, queda evidenciado que la dimisión es un punto sin retorno. Por eso (entre otras razones) casi nadie dimite, pase lo que pase. Y por eso, también, nos hemos acostumbrado demasiado a ignorar, o como mínimo relativizar, la presunción de inocencia y el régimen de garantías procesales que debería regir en todo proceso judicial. Por esa razón, la clarificación terminológica que propone el Gobierno para superar el impasse de la imputación, sea cual sea su motivación real, debería ser bienvenida.

#PRAYFOR... JOSÉ CARLOS DÍEZ Y "LA ALEGRÍA IMPROPIA DE LA IZQUIERDA"

El escándalo estalló en toda su inmensidad este pasado jueves. El singular economista José Carlos Díez (que en su día asegurase que la burbuja inmobiliaria no era tal, para después asegurar, con igual vehemencia, justo lo contrario) denunciaba en Twitter el escandaloso lujo en el que vivía el ministro de economía griego, Yanis Varoufakis. El motivo era la difusión de unas fotografías que la revista Paris Match le había hecho a Varoufakis y a su mujer, en la intimidad de su hogar. ¿Y en qué residía el lujo asiático que tanto enervaba a José Carlos Díez? Pues la cosa se resume en que Varoufakis y su mujer aparecen en una terraza, sonrientes, y con un par de platos que contienen ensalada y pescado (glamourosos lujos al alcance de muy pocos).

Tal "provocación" fue suficiente para José Carlos Díez, que denunció el contraste entre malvados dirigentes, supuestamente de izquierdas, que osan sonreír y comer pescado, y el sufrimiento de su pueblo. La izquierda, al parecer, no puede sonreír. Ha de estar, y parecer, siempre famélica, mirar a la cámara con un sufrimiento desolador. Si no, no es izquierda.

Como cabe imaginar, las afirmaciones de Díez (que, naturalmente, ni se molestó en desdecirse después) generaron todo tipo de críticas, la mayoría de ellas en tono burlón con el eximio economista. Tal vez el problema resida en que José Carlos Díez ve hoy signos de opulencia con la misma claridad que veía en 2007 que el hundimiento del mercado de la vivienda ya era agua pasada.

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