La interpretación moderna de los Derechos Humanos anda prestándose a confusiones y abusos; en parte, porque el concepto de “derecho” parece suponer la delimitación clara de algo que corresponde a una persona real y en un tiempo y lugar determinados, lo que no siempre ocurre con los derechos recogidos en la Declaración; y, menos aún, con otros “nuevos derechos que algunos reivindican.
Hasta la fecha no han faltado grandes pensadores que han sostenido con firmeza que llamar a esos bienes humanos básicos “derechos”, lejos de encuadrarse armoniosamente, encierran peligrosas confusiones. Se comparta, o no, la visión de tales autores, el lenguaje de los derechos humanos anda desbocado, hasta el punto de ser utilizado hoy para defender todo tipo de deseos y pretensiones. El interrogante que hemos de hacernos es si el discurso de los derechos, loable en sí mismo, tan sólo se había extraviado por una interpretación defectuosa o una relectura falaz. De ser así, a fin de cuentas, bastaría con reencauzarlo a su recto entendimiento porque, a fin de cuentas, el abuso de tales categorías no priva a su recto empleo de legitimidad.
Si un derecho está formulado sin medida alguna, ¿en qué medida puede calificarse como un derecho?
Quisiera llamar la atención, sin embargo, sobre una equivocidad manifiesta. En la célebre obra de Ronald Dworkin, Taking Rights Seriously, donde defendía con entusiasmo los derechos como “triunfos”, al estilo de un juego de cartas, como capacidad de vencer frente a cualquier argumento que se le oponga. Un ciudadano quema la bandera nacional en público y es castigado; se inicia una discusión sobre si es legítimo o no castigarle, hasta que en la discusión se cuela, de manera solemne, la exclamación: ¡Tengo derecho a la libertad de expresión!” Parece obvio que el derecho a la libertad de expresión no debe incluir un derecho a injuriar a alguien sin ninguna razón, ni un derecho a engañar a quien tiene derecho a que se le diga la verdad. Uno no tiene derecho a expresarse de cualquier modo, pero el caso es que las parcas declaraciones de derechos no dicen absolutamente nada acerca de cuál es, aquí y ahora, la medida de mi legitima libertad de expresión. Ahora bien, si un derecho está formulado sin medida alguna, ¿en qué medida puede calificarse como un derecho?
Proclamar derechos sin una medida clara se presta a notable confusión, dado que el concepto de derecho parece indicar algo atribuido de manera auténtica, algo que, en justicia, le corresponde a alguien real. No sucede así, sin embargo, con la mayoría de afirmaciones hacia derechos humanos. Tales aserciones necesitan ser sometidas a un proceso racional de especificación, evaluación y cualificación de un modo que hasta cierto punto impide ver el sonido concluyente y perentorio de “…tener derecho a…”. Calificar como “derecho” lo que en pureza es un bien, un valor genérico o una aspiración de partida cuyos contornos están pendientes de definir, no está exento de problemas, dado que el calificativo de “derecho” sugiere algo asignado claramente y con medida.
Los bienes humanos recogidos en los catálogos de derechos (vida, expresión, privacidad, etc) no pueden ser más que simples premisas para la deliberación sobre lo justo; pero, al ser denominados “derechos”, se presentan como algo más que eso, porque un derecho es, en sentido estricto, la conclusión de la deliberación sobre lo justo. Cuando invoco genéricamente mi libertad como un derecho, estoy apuntando a un simple bien humano, pero lo hago como si se tratase de algo que me corresponde definitivamente, antes incluso, pues, de definir la medida en que me corresponde realmente. Justamente por ello, cabe señalar que en su ·tendencia a sacar del tablero todas las demás consideraciones morales”, el discurso de los derechos “se adelanta y cierra toda deliberación” mediante una declaración inicial de lo que es propiamente una conclusión.
A la luz de lo planteado, sería un signo de ligereza intelectual caricaturizar la crítica del discurso de los derechos humanos como fruto de una vuelta al positivismo, de la insensibilidad hacia lo humano o, incluso, de una especie de añoranza ancestral de tiempos autoritarios. El estado de desconcierto en que se encuentra este discurso es, cuando menos, una llamada a volver sobre las advertencias de quienes han reflexionado críticamente sobre él, desde Burke hasta nuestros días. Muchas de estas voces están bien lejos de cualquier positivismo o relativismo, y reivindican una estricta vinculación con la tradición clásica de la ley natural.
Opino que sería un error, por consiguiente, hacer oídos sordos a sus razonamientos, o despacharlos sin el riguroso examen que merecen.