Pedro Sánchez llegó a la presidencia del Gobierno enarbolando como señuelo la bandera de la lucha contra la corrupción. Siete años después, su futuro político pende de un hilo, acorralado por una espiral de (presunta) corrupción de tal calibre que amenaza con llevárselo por delante.
Los problemas crecen para un Gobierno atrapado en un laberinto de comisiones, amaños de contratos, cloacas y señoritas de compañía. Sánchez ya no solo está secuestrado por sus socios separatistas y extremistas (algunos de ellos expertos en secuestros, por cierto); ahora también le asedian las investigaciones de la UCO y las resoluciones judiciales que decidirán su suerte.
El momento actual evoca el final del felipismo, en cuya última y agónica legislatura (1993-1996) saltó por los aires toda una etapa marcada por incontables casos de corrupción, si bien el sanchismo podría pulverizar todos los récords socialistas previos.
Si la corrupción de por sí es grave, la actitud de Gobierno y PSOE frente a la misma ha contribuido a socavar más si cabe la confianza en las instituciones democráticas.
Recordemos que la respuesta inicial de Sánchez ante las corruptelas de su familia, su Gobierno y su partido, tras la teatral y amorosa reflexión de cinco días, consistió en atacar furibundamente a jueces, medios de comunicación y oposición, señalados por generar “fango” y “crispación”. Y con total descaro se sacó de la manga un “plan de regeneración democrática” sin otro objetivo que ponerlos en la diana y amedrentarlos. Más recientemente, Sánchez se descolgó con un “plan de lucha estatal contra la corrupción”, en plena huida hacia delante mientras su amigo Santos Cerdán ingresaba en prisión.
La descalificación y el acoso al poder judicial (acusaciones de lawfare incluidas), a la labor de control y fiscalización de la oposición y a la prensa libre, caricaturizados como ultraderechistas que perpetran ataques antidemocráticos, ponen de manifiesto la regresión democrática a la que el sanchismo somete a España, al estilo del populismo iliberal que se cree por encima de la ley.
El deterioro del Estado de Derecho y la proliferación de casos de corrupción han puesto a España en el punto de mira de varias instituciones europeas, que han alertado sobre la pasividad con la que el Gobierno lucha contra la corrupción.
Los recientes informes del denominado GRECO (Grupo de Estados contra la Corrupción del Consejo de Europa) indican los continuos incumplimientos de España para adaptar la normativa anticorrupción a los estándares europeos. El último, publicado en agosto, es concluyente: “España no ha implementado ni abordado de manera satisfactoria ninguna de las diecinueve recomendaciones” que esta entidad emitió en 2019.
Por su parte, la Comisión Europea, en su Informe sobre el Estado de Derecho en 2025, apunta como sectores clave con alto riesgo de corrupción la contratación pública o la financiación de partidos políticos, y reprocha al Gobierno que aún no haya aprobado una estrategia global para prevenir y combatir la corrupción, como le obliga la ley.

- El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez en una imagen de archivo. -
- Foto: ISSAC BUJ/EP
Este documento de la Comisión Europea subraya que expertos, ciudadanos y empresas perciben que el nivel de corrupción en el sector público es relativamente elevado, destacando que esta percepción ha aumentado considerablemente en los últimos cinco años. Además, reproduce el último informe de la organización Transparencia Internacional (Índice de Percepción de la Corrupción 2024), según el cual España retrocede diez posiciones en comparación con el año anterior, superada por países como Ruanda o Botsuana. Un gran éxito del Gobierno más progresista de la historia.
Conocedora de la degradación institucional de la España sanchista y de los intolerables ataques del Gobierno a los jueces, la Comisión se hace eco de las quejas del Consejo General del Poder Judicial y las principales asociaciones judiciales, e insta a evitar las críticas que minen la independencia del poder judicial o la confianza pública en este. Un recordatorio que nos deja a los pies de los caballos como país.
Siguiendo su estrategia de ataques al Poder Judicial, en su última entrevista tras meses sin conceder ninguna, Sánchez volvió a señalar a los jueces “que hacen política”. Con aspecto extremadamente serio y demacrado, el presidente demostró sin embargo un excelente sentido del humor cuando aseguró: “yo soy absolutamente incompatible con cualquier forma de corrupción”. Lo dijo quien tiene investigado por corrupción a todo su entorno personal y político. Quien primero indultó y luego amnistió a sus socios separatistas condenados por graves delitos, algunos de corrupción. Quien reformó el Código Penal para rebajar las penas por malversación. Quien planea reformas legales para socavar la independencia judicial.
Es de sobra conocida la complicada relación de Sánchez con la verdad, lo que le jugó una mala pasada en forma de lapsus cuando proclamó en el Congreso de los Diputados que “en mi organización la tolerancia contra la corrupción es absoluta”.
Absoluto es el suspenso de este Gobierno en materia de regeneración democrática, pero es de justicia reconocer que lo que sí que se ha ganado por méritos propios es un sobresaliente en corrupción.
Laura Sáez es diputada de Hacienda en la Diputación de Valencia