Una influencer se hace de notar en redes diciendo que los que leemos nos creemos mejores y no lo somos, nos invita a “superarlo ya”. Leo la noticia el mismo día que acabo de asistir a una escena indigesta en la librería de un gran almacén: un chaval le dice a su novia, entre pasillos llenos de novedades, que no ha leído un libro en su vida. Ni los del colegio, se jacta. Y quiero adivinar una mueca de pánico en ella, pero se han borrado ya por la puerta de la calle.
Me atraviesa ese instante, me siento clavada y cadáver como un bicho alado en un panel de museo de ciencias. No hay sorpresa, pero sí un síncope. Un contrapié sutil en el pulso de mis fibras. Algo que yo ya conocía de forma íntima se ha revelado y se coloca delante de mí, como una verdad que cambia de materia, que abandona su condición neblinosa y se hace de granito: ya nadie esconde su ignorancia.
Superémoslo, nos dice la influencer (y estoy en ello). El experto está en horas bajas, el cultivado también. Ser inculto puede ser incluso un motivo para sentirse rebelde, singular, políticamente incorrecto. Guay. La chica se ha liberado de la presión del disimulo. No lee, pero es la primera en algo: lo comparte con la barbilla bien alta. Ser la primera en algo o ser el foco de atención le ayuda a sentirse plena y hasta lo monetiza. Ese el mandato, no podemos entenderlo quienes leemos (quizá por eso mismo). Y la chica nos da en el hocico a los lectores habituales: ojito con pretender que tenemos algo que ella no tiene. Un arma secreta. Un visado para el paraíso. Ella conoce a mucha gente que no ha leído en su vida y no le va nada mal. La chica me recuerda una conversación a la que asistí en la puerta del colegio de mis hijos: ¿para qué tanto conocimiento? Desengañémonos, nuestros hijos pueden llegar a forrarse igualmente sin tanto esfuerzo.
Estamos en un tiempo de revelaciones, encajo por fin. Desde aquél padre a la puerta del colegio han pasado dos décadas, pero ya parece que puedo sintonizar la emisora de este siglo: el éxito o la originalidad es lo que se aplaude. Lo “supero”. Igual que el Me too o la gente que denuncia el microrracismo: esta tipa con miles de seguidores en redes no lee, pero ya no debe esconderse ni sentirse de segunda categoría. Se hincha de orgullo al ser la primera de la liga, ha tomado prestado el discurso de las minorías. Inaugura la plataforma por la defensa de los que no leen. Abajo con la discriminación del inculto: hay espacio para ellos bajo el sol (¡y tanto que lo hay!). Sólo con poner el telediario como música de fondo, mientras se calienta una la cena, se confirma lo poco que lee la humanidad. Y vota poco, también, pero lo suficiente para que broten los dirigentes cretinos por todas partes.
Se ha dicho cien mil veces en cien mil sitios, pero leer te amplía la conciencia. Claro que no te hace mejor persona, pero te quita las ganas de hacerte “famoso” a cualquier precio, enfría el calentón de la originalidad porque te permite asistir a miles de conciencias iguales a ti. Eres tan igual a un tipo que escribía en otro idioma y en otro tiempo que lo “superas”. Adquieres espesor en la mirada.
No me atrevo a decir que rehabilite a los canallas, pero los empuja hacia la empatía. Y a esta juventud cegada por la intensidad le encantaría la dopamina que moviliza el hábito de los letraheridos. Emociones fuertes. Puedes vivir más o menos en la cronología, pero la lectura te hará profundos esos años que son tu único patrimonio. Profundo quiere decir rico, nutritivo, un A en el Nutriscore.
Me dedico a la psicoterapia en la era del coaching y puedo decir que los libros son más necesarios que nunca; prescribo títulos igual que píldoras. Virginia Woolf decía que la lectura de personajes nos enseña a leer bien a las personas de nuestra vida; cuánta terapia se ahorraría si la gente leyese, podría cerrar mi consulta y abrir una librería. Cuánto sufrimiento suavizado. Tiempo que no se pierde. Energía recuperada. Sobre todo si hablamos del personaje principal de nuestras vidas: nosotros. Un diálogo amable y certero con una misma no te hace consumir pero tampoco sufrir. Alguien despierto toma decisiones en arreglo a quién es de verdad. Si nos leemos bien, creamos una vida a medida, alineada con nuestros valores, y leer con ojos lúcidos a los demás evita muchas indigestiones. Se juzga menos, se comprende más. Se abren muchas treguas. Se acompaña sin intromisiones.
Sanar nuestra soledad pasa por ese cultivo y ese trato. Vuelvo al chaval de la librería y me visitan las cifras: la soledad no deseada era una emoción extraña entre jóvenes, pero ahora se extiende como una epidemia. Algo que era exclusivo de la edad de oro toma hoy como rehén a una generación entera. Los empuja al suicidio. ¿Son viejos estos jóvenes de ahora?
No tengo una respuesta para esto, pero sé de primera mano que un puñado de mujeres jubiladas puede sentirse mil veces más joven y rebelde que miles de chavales absortos en sus pantallas. Chicos que no vibran por sus derechos, sino por el mensaje de una influencer que no lee ni se sonroja al admitirlo. Quienes leemos somos igual de canallas que cualquiera, pero menos vulnerables a que la historia de siempre se repita: los años en que unos pocos leían por unos muchos. Pienso en la pasión que se puso en los años 30 por abrir escuelas y bibliotecas por todo el país. En Lorca y en Alejandra Soler, maestra republicana que me contó en su casa del Carmen cómo se bailaba aquél baile. Me sobrecoge recordar el pánico de mi abuela Gregoria cuando le hacían firmar un documento y no sabía ni coger el boli. Doy gracias a todos aquellos abanderados por la cultura como antídoto contra la sumisión, los que favorecieron nuestras reglas del juego. Si esta mujer de las redes leyese, sabría que está haciéndole gratis el juego a los de siempre: quienes aspiran a que la dignidad y el orgullo se vuelva a quedar en manos de unos pocos. Dos o tres que leerán por todos nosotros.