Postransiciones o postraciones, llamo yo a esto. Como quieran; es más fácil lo segundo. La melancolía postransicional es la que experimenta la mitad ilustrada de España, o un poco menos de la mitad —aquí todo es menos de lo que se dice: soberanismo, catolicismo, Ilustración, modernización— cuando olfatea una contaminación que no solo afecta a los cuerpos sino también a los estados mentales e incluso a los espíritus. No hay más que darse un paseo por la Feria del Libro para darse cuenta de que aquí leen más los admiradores y admiradoras de los grandes chefs o los que siguen la geopolítica a base de leer el último best-seller escrito por el asistente del político o del periodista de turno, o los avatares de los corazones rosa o los riñones forrados. Estos lectores forman grandes colas para la firma. Y, si no, que se lo pregunten a los chicos de las casetas. Se avecinan las colas para conseguir el autógrafo de Belén Esteban.
Grandes colas se han formado también estos días para ver la última película de Pedro Almodóvar, que, fuera de su floja calidad cinematográfica y su naiveté característica, es todo un tratado de postración postransicional, esto es, del enorme vacío conformista que nos rodea. Lo mismo suele ocurrir con las películas actuales de Woody Allen y otros cineastas funcionarios a los que visitamos cada vez con menos ilusión, como si fueran la comida de Navidad, o la pascua judía, y hubiera que quedar bien con nuestra abuela. En cualquier caso, la especulación pronto se hará con todo, hasta con las últimas salas de cine, no porque la gente no las frecuente ni porque sea un negocio ruinoso —no lo es—, sino para vender los solares a los buitres para que no decaigan la burbuja y las trampas económicas como el turismo.