VALÈNCIA. No me gusta el chovinismo, ni el nacionalismo, ni en general ninguna forma de orgullo de cuello para abajo con epicentro en el ombligo. Sí me gusta cierto complejo, esa sombra de cuando éramos malos en fútbol, de cuando éramos malos en investigación, de cuando suspendíamos modernidad año tras año, esos restos de suciedad infantil de haber jugado en el charco.
Vengo de visitar Grecia, el país de la moussaka y el tzatziki, un país un poco acomplejado y muy maravilloso. Hemos recorrido el Peloponeso, que es la España playera de los 70 pero sin urbanizar, con su joie de vivre de barrio adormecido y su sencillez universal. Hemos visitado la isla de Cefalonia, que no es la patria de los superdotados, sino la última y paradisíaca escala a Ítaca, la patria total, ese concepto tan utópico como brumoso.
Claro que viajar es una trampa, una metonimia constante por la que tomamos cualquier detalle por el todo y hasta el cobrador de la autopista se convierte en un representante diplomático de su país en misión secreta.