València

EL CALLEJERO

Juan decide emprender a los 59 años y no está loco

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VALÈNCIA. Juan Ferrando no termina de creerse que él merezca una historia. Aún está desnudándose de los juicios de las personas que le rodean. “La gente me ve como el loco de turno… Pero lo entiendo: yo también he llegado a verme así”. Juan se confiesa así en una bonita planta baja de Ciutat Vella, en una codiciada esquina, y allí cuenta que él, asesor fiscal durante 19 años, siempre había representado la sensatez.

Una noche, mientras dormía, estuvo a punto de quedarse en el sitio por una pericarditis. A partir de ahí, en 2012, dejó su trabajo y se empleó como vendedor de pisos. Pasó por tres inmobiliarias. La gustaba su trabajo y le iba bien. Pero desde hace poco más de un año, una idea empezó a rondarle la cabeza. Quería romper con todo, atreverse con un proyecto personal que sería el que haría que le llamaran loco desde su mujer hasta sus mejores amigos.

En realidad no era una idea nueva. Cuando Juan tenía 16 años, cogía el autobús y se iba a Canals, a la fábrica de Ferry’s, compraba las camisetas en septiembre u octubre, fuera de temporada, y se volvía, cargado de material, como un mantero. Luego se pasaba el invierno pintando esas camisetas y cuando llegaba el invierno se las vendía a los amigos y a alguna tienda.

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Al cabo de un tiempo se fue a trabajar fuera de España y dejó esta aventura de aquel incipiente hombre de negocios. Más adelante, al no gustarle los abanicos que llevaba su mujer, empezó a pintárselos. Otra vez, cuando ya habían nacido sus hijas, fueron a un cumpleaños y al entregarle el regalo a la amiga, vieron que había recibido tres iguales. Juan dijo que eso no le iba a volver a pasar y a partir de entonces siempre regalaba una camiseta con el nombre de la niña que cumplía años. “Aquello fue un éxito”.

Si aquellas iniciativas cogían cierto auge, Juan siempre acababa asustándose y dejándolo en beneficio del trabajo más convencional y seguro que tenía. Pero siempre volvía y una vez alguien le puso en contacto con el último paragüero de València, en el barrio del Carmen. Juan iba cada cierto tiempo y le compraba varios paraguas. Aquel artesano, extrañado, un día le preguntó que para qué quería tantos paraguas. Y entonces le explicó que los pintaba. El paragüero le propuso venderlos en su tienda de la calle Alejandra Soler.

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La idea de dedicarse a eso siempre le rondó. Iba y venía. La última, hace año y medio. Juan, vendedor de pisos, se pasaba mucho tiempo en la calle y estaba un poco harto. Encontró un buen local en la calle Corretgeria, se dejó el trabajo en julio y el pasado 14 de noviembre abrió las puertas con diversos artículos que llevan dibujos suyos. Gorros, delantales de cocina, paraguas, camisetas, bolsos, pañuelos… Objetos sencillos, de colores lisos, con los dibujos de Juan Ferrando.

El vértigo del atrevimiento

Ahora tiene una tienda con la mercancía repartida en diferentes espacios y él, mientras, tiene una mesa cubierta con tela de saco y un mantel de hule. Allí, rodeado de pinceles y pinturas, va haciendo su trabajo cuando no hay clientes. Un pequeño comercio que ha sido recibido con cariño por un vecindario que ya se temía otro negocio turístico “No voy demasiado deprisa. Creo que a esto lo llaman ‘slow fashion’, pero mi obsesión es que no haya dos cosas iguales”.

 

El local, cuando él llegó, era un anticuario forrado de pladur. En la fachada, un cartel protegido: Antigüedades Cot. El nombre del negocio, Andori, queda reservado para una cristalera y para el interior, donde fue quitando capas de escayola hasta descubrir un tesoro: las paredes de ladrillo cara vista y las bóvedas del techo. Ganó altura y autenticidad.

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Juan tenía un negocio que contentaba a la gente del barrio y, al mismo tiempo, podía satisfacer a los turistas. En la tienda también entra una buena dosis de miedo. Miedo a saber qué va a pasar con el negocio, qué pasará con él y si finalmente resultará que todos tenían razón y estaba loco. “Esto de ser emprendedor con 59 años da mucho susto, aunque está claro que ayuda que mi mujer sea funcionaria y mis hijas, que tienen 28 y 30 años, ya están trabajando. Entonces da vértigo, pero no tanto”.

 

Lo que sí sabe con certeza es que no se va a hacer rico con esto ni va a llegar a ganar lo que ganaba con la inmobiliaria. Pero la felicidad y la paz de pasar los días pintando en su propio negocio no tienen precio. “Y si esto me permite jubilarme con 70 en vez de 65, pues me encantaría porque estoy haciendo algo que me gusta. Yo, por ejemplo, pongo que abro a las once, pero a las nueve ya estoy aquí”.

 

El nombre del negocio es su marca. Hace años, cuando iba a llevar sus camisetas a las tiendas para que las vendieran, los comerciantes le decían que si no tenía una marca no se vendían. Así que pensó en una y acabó creándola juntando las dos últimas letras de su nombre (Juan), el primer apellido (Ferrando) y el segundo (Mauri): Andori.

 

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Juan acabó la carrera de Derecho en 1989 y unos años después, en 1997 o 1998, sacó el título de agente de la propiedad industrial, patentes y marcas. Y para hacer una prueba decidió registrar la marca Andori. “Gracias a eso ya la tenía registrada”.

 

Antes de todo eso había estudiado en el colegio El Pilar y ahí ya empezó a ver que se le daba bien el dibujo. Luego le cogió el gusto a dibujar con Rotring los monumentos de València. Dibujos que luego, el fin de semana, vendía en el Parterre. Más tarde se aficionó a pintar sobre telas, una afición que ya tenía su madre, Pura. “Todo empezó porque ella se enteró que si una camiseta se manchaba, podía darle una segunda vida dibujando algo sobre esa mancha. Yo lo vi, me gustó e iba a comprar camisetas a unas paradas que había en el Mercado Central. Luego, cuando ya vi que se me daba bien, fue cuando empecé a ir a Canals. Lo que ganaba con las camisetas, lo reinvertía en más camisetas”.

Al borde de la muerte

Su mujer y sus hijas nunca han terminado de entender esta locura de Juan. “Sé que no es fácil de entender”, se excusa. “Yo ya fui por delante diciéndoles que no esperaba que lo entendieran, que tenía bastante con que lo aceptaran. Isabel y Amparo, mis hijas, no se lo esperaban y les ha costado aceptarlo, pero ahora me ayudan con las redes sociales. Y Pilar, mi mujer, lo mismo”.

Ahora ya se han implicado un poco y le han sugerido que haga gorras con las iniciales de los nombres para que se conviertan en un gancho para los clientes. O le animan a grabar vídeos que ayuden a mostrar lo que hace. Su mujer le orienta con los bolsos, para que, más allá de que sean aptos para ser pintados, que es el único interés de Juan, sean también modelos que gusten a las mujeres.

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A Juan se le ve feliz con su vida actual. Ahora se acuerda de aquel susto por la pericarditis y se alegra de haber tomado este rumbo a los 59. “Yo tuve un infarto mientras dormía, un 10 de mayo de hace 20 años. Desde entonces celebro dos cumpleaños”. Esa noche Juan se despertó por la noche, sobre las dos, porque se encontraba mal. Se levantó a beber agua y en ese momento se despertó su mujer. Se tumbó en la cama y notó que le ardía el pecho. Le dijo a su mujer que pensaba que le estaba pasando algo malo y que se iba a La Fe, que se quedara ella con las niñas. “Mientras me estaba vistiendo, caí fulminado. Me recuperé enseguida y cuando entré en el ascensor para bajar a coger el taxi, volví a caerme. Yo ya me desperté en La Fe con el médico con las palas en la mano. Nunca olvidaré la frase que me dijo: ‘¡Joder, tío, qué bien lo has hecho! Cinco minutos más y estás en el otro barrio”.

No había cumplido los 40 años y se vio ingresado por un problema que le había surgido en el pericardio, el tejido que envuelve el corazón. No había recibido señales que le advirtieran de lo que le iba a pasar y el día del infarto, al mediodía, se había ido a nadar a la piscina del Carmen. Luego se quedó un tiempo dándole vueltas y haciéndose preguntas: “¿Y si me hubiera quedado dormido? ¿Y si me hubiera pasado cuando ya estaba dentro del ascensor y me hubiera quedado allí solo, encerrado? ¿Y si no hubiera vivido cerca de La Fe?”. Pero aquello pasó y Juan se volvió una persona que planificaba menos su vida porque aprendió que puede no haber un mañana.

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La pericardistis le cambió la forma de ver la vida. “A mi hija la diagnosticaron una enfermedad muy gorda hace tres años y aprendes a aceptar las cosas. El diagnóstico fue un 11 de diciembre y le dejé muy claro a todos que íbamos a celebrar las Navidades. Tienes que vivir con eso y seguir adelante. A mi hija le enseñé que la vida no es una nube rosa”.

Juan tardó un tiempo en encontrar el local ideal para Andori. Este veterano emprendedor asistió hace años a una charla que daban los responsables de la empresa Ale-Hop. “Se me quedó grabado que dijeron que sus productos siempre eran los mismos, pero que se posicionaban en sitios de mucho paso y así el que cambiaba era el cliente. Tenían toda la razón. Por eso busqué un local donde hubiera un tráfico de turistas, la proximidad del Mercado Central y un lugar donde también trabajara gente”. Allí es feliz con el pincel en la mano. Un loco que no se cambia por nadie.

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