VALÈNCIA. El día amaneció perfecto. Lucía un sol radiante y no hacía demasiado calor. Me fui a correr por la huerta que hay a la espalda del Roig Arena. La luz era cegadora y eso siempre le da alegría a las piernas. Al final, entre que subió la temperatura y que no estoy en mi mejor momento, la vuelta se me hizo un poco larga. Llegué deshidratado y, antes de subir, entré en el local de la esquina y me compré un zumo grande de naranja, melón y papaya. Las máquinas funcionaban. ¿Por qué ni iban a funcionar? Al llegar a casa, le dije a mi mujer que escuchara una canción de La Fúmiga y Naina, una chica valenciana que me llama mucho la atención. Se la pedimos a una de esas pantallas que obedece órdenes y comenzó a sonar.
A mitad canción, se fue la luz. Esperamos un rato y vimos que no volvía. Algo raro pasaba. Aún no es verano, pero llegaba calentito de correr y no me lo pensé: una ducha de agua fría. Luego me vestí y le dije a Alba que fuéramos a dar una vuelta por el barrio. Un garbeo por Ruzafa sirvió para hacer un análisis concreto de lo que estaba ocurriendo. La gente ya hacía cola delante de las casas de comidas para llevar. Está claro que cuando nos entra el miedo, corremos a asegurarnos la comida. Los bazares también estaban llenos. Nosotros nos metimos en un uno. Es curioso que la gente siempre habla falta de los chinos y, en cuanto pasa algo, corremos a pedirles ayuda. En la cola detecté otro fenómeno de los tiempos de crisis: la histeria. El miedo y la mala leche se transmiten por contagio. La gente se pone a hablar con el de delante sin preguntarle si quiere hablar, y empieza a transmitirle sus miedos y sus miserias. “Esto es culpa de…”, una frase que vale para cualquiera de las crisis que hemos vivido en los últimos años: la pandemia, la Dana, el gran apagón.
Solo compré cuatro objetos que pensé que podrían serme útiles. Soy un ingenuo que confía en el sistema, tan criticado en cuanto algo falla, y pensé que esto no podría durar más de un día. Así que compré dos linternas -una para cada uno-, una vela gorda y un mechero para encenderla. Ahí, en la cola, todos miran lo que compran los demás. Y si uno pide algo que no tenía pensado comprar pero le parece una buena idea, sale corriendo de la cola a cogerlo para que nadie se lo arrebate. Los clientes salieron del bazar con hornillos, pilas para tres o cuatro meses y la última radio.
Ya no fue imposible encontrar otra. Ni ahí ni en otra parte. Y mi mujer, que necesita estar informada, se desesperaba. Porque, aunque al principio aún iba y venía la cobertura, llegó un momento en el que fue imposible conseguir información de qué estaba pasando y cuándo iba a acabar esto.

- Clientes se alumbran con velas en un restaurante en València durante el apagón eléctrico. Foto: EFE/ BIEL ALIÑO
El egoísmo se abría paso por Ruzafa (e imagino que por todas partes) y daba lástima ver a los empleados de supermercados y restaurantes parados dentro de los locales cerrados. Unas chicas jugaban al parchís, sentadas en el suelo, en un Carrefour Express. Cuatro chavales se tomaban una cerveza y unos cacahuetes en la terraza de una cervecería. Explotados incluso sin tener que trabajar. El capitalismo. A mediodía ya empezaron a verse turistas confundidos a la entrada del apartamento. Y los restaurantes que tenían las terrazas llenas porque sí podían dar de comer, en unos minutos tenían cola en la puerta suplicando por una mesa.
València tuvo la ventaja de estar en un día festivo: san Vicente. Y eso lo cambió todo. Aquí no hubo grandes atascos y la gente, visto lo visto, cogió y se fue a la terraza más próxima a tomarse una cerveza con los amigos. Una crisis a la española.
Nosotros nos fuimos hacia Cánovas mientras dábamos un paseo. Yo compro al día en el Mercado de Ruzafa, así que nunca tengo gran cosa en la nevera, pero algo había y estaba claro que algo de comer podías conseguir con relativa facilidad. Andando por la calle Císcar, me puse a pensar en dos cosas. Una es que, con luz o sin luz, siempre puedes salir a correr. Es una afición muy agradecida. La otra es que siempre intento ser positivo. Y en lugar de pensar en que no me podía conectar a internet ni hablar con nadie, al menos la noche anterior había podido disfrutar del conciertazo de Valeria Castro en una sala atiborrada de público en el Palau de les Arts. Y su música, tierna, emotiva, rotunda, aún rebotaba en mi cabeza.
Andando, andando, llegamos a un restaurante, Al Dente, que podía servir parte de su carta. Un par de amables camareros, muy atentos y muy conscientes de que sucedía algo anómalo, nos atendieron de forma maravillosa y nos sacaron un par de platos exquisitos con pasta, stracciatella y una salsa de pistachos. Y encima se podía pagar con tarjeta. Dejamos una modesta propina y nos fuimos a casa.
Era imposible entregarse a una tarde de mantita y Netflix. Tampoco había cines. Y no teníamos radio. Nos quedaba la lectura, que, como correr, siempre está a mano. Leí unas cuantas páginas. Hasta que me venció el sueño y me eché una siesta.
Cuando desperté, teniendo la suerte de estar en un día festivo, me di cuenta de que el día no estaba nada mal. Había corrido, había comido y bebido algo rico, había leído y había descansado. Y encima, aunque de manera forzosa, había escapado de la esclavitud de las pantallas. Droga dura.
A la tarde decidí que era el momento de tomarle el pulso a la ciudad. Salimos de casa y nos encaminamos hacia el centro. Lo primero que nos llamó la atención es que algunos semáforos ya funcionaban. Algunos extranjeros bebían ya cerveza caliente, pero, milagrosamente, en el Café Sant Jaume, en Café La Infanta y en sitios así, la mayoría tomaba bebidas frías.
Al llegar a la plaza de la Reina, vimos un corrillo alrededor de una chica que estaba cantando delante de un micrófono. Ahí vimos que no éramos los únicos que estábamos felices. La gente se había olvidado de los teléfonos y tomaba cervezas con los amigos o paseaba o charlaba con uno que llevaba un transistor encendido y compartía la información que tenía o simplemente se sentaba en un banco de la plaza y escuchaba a una joven cantar. Fue una tarde muy plácida. València, en primavera, está bonita con corriente eléctrica y sin corriente.
Al girar algunas esquinas, llegabas a una plaza donde los niños, sin micrófonos, se desgañitaban para representar una escena de san Vicente. Y los padres, siempre obedientes, escuchaban a sus hijos sentados en sillas de plástico mientras los guiris contemplaban sorprendidos el espectáculo.

- Colas para sacar dinero en un cajero de València con motivo del apagón de suministro eléctrico. Foto: EFE/ BIEL ALIÑO
De vuelta a casa, desde la calle Colón hasta Reino de Valencia, pasando por la Gran Vía, ya podías ver que la luz estaba volviendo. Los maniquís estaban iluminados, los parkings ya anunciaban las plazas que había disponibles, las clínicas de estética te prometían un cambio milagroso por una modesta cantidad de dinero…
A las ocho de la tarde, casi todo el mundo tenía luz y Ruzafa era una fiesta. La gente seguía bebiendo, empezaba a cenar y reía en alto. Unos turistas habían sacado una mesa de camping a la puerta del edificio de la calle del Clero y se servían una botella de vino blanco con cara de feliz resignación. Estos españoles están locos, pero se lo pasan bien. De repente, desde un balcón en lo alto, se escuchó el grito emocionado de un niño: “¡Hay luz! ¡Mamá, hay luz!”. Era el fin de la abstinencia. La vida volvía a su cauce y yo, a mi casa. Metí la llave en la cerradura, abrí la puerta, le di al interruptor de la luz y… nada. En mi casa seguía sin haber luz.
Éramos los perdedores de la jornada. Pero lo cierto es que pensé, aunque no lo dije en voz alta, que no estaba tan mal cenar a la luz de una vela, como los antiguos que se tomaban la sopa y un chusco de pan a la luz del candil en la posguerra. Y así, siempre intentando ser optimista, cenamos, charlamos sin móviles, y nos tumbamos en el sofá, cada uno con su linterna, para seguir con la lectura. Y al final del día, de este día extraño y dulce, me fui a la cama con la sensación de haber hecho muchas cosas. Muchas más que devorar un capítulo tras otro sin dejar de estar informado al minuto.
A mitad noche, la luz volvió a nuestro hogar. Alba lo celebró con alegría y yo, que soy más raro, pensé que se había acabado lo extraordinario. Pero, bueno, al final de todo, para mí que, afortunadamente, no había sufrido trastornos, ni pérdidas económicas, ni me había quedado tirado en mitad de La Mancha, había disfrutado de un día precioso. No está mal frenar de vez en cuando.