Victoria Herrero aparece desde la plaza del Negrito cargada con unos ramos de eucalipto. Camina deprisa y asoma la cabeza entre los paquetes. Luego entra corriendo en su restaurante de la calle Calatrava y reparte estas ramas aromáticas por distintos búcaros y jarrones. Es un sitio particular: nuevo pero lleno de historias antiguas. Sobre la barra hay unos tarros con pepinillos, cebollas encurtidas y aceitunas, y en otro lado, sobre un estante, hay más tarros rellenos de servilletas dobladas donde los clientes han escrito algún deseo o cualquier ocurrencia. Cada tarro es un año diferente y a Victoria le gusta conservarlos porque es como conservar las vivencias de su público. Su espacio está concebido para que la gente interactúe y coja un montón de periódicos viejos, muy antiguos, y hojee noticias de los años 70. De una pared cuelga un cartel roto de la película ‘Los hermanos Marx en el Oeste’, y la dueña explica que lo tiene porque aquello muchos días es como el camarote de los hermanos Marx.
Debajo del cartel hay una imagen en miniatura, como de un palmo de alto, de la Geperudeta. Victoria se declara creyente y cuenta que alguna de esas tardes locas, cuando le da por poner el Himno Regional, los clientes cogen a la Virgen y la pasean en procesión por todo el garito. Porque el local a veces es restaurante de cocina de mercado y a veces es un antro donde todo puede ocurrir: desde que un cliente se suba a una mesa a que Victoria coja un micrófono y cante por Rocío Jurado.
Hay muchas cosas en la cabeza de esta mujer de 46 años que estudió Periodismo, Diseño Gráfico y Filología Hispánica, que se hizo diseñadora de zapatos y que acabó como restauradora con varios negocios en el barrio del Carmen. Victoria se mete hacia el fondo y pone en marcha una lista de Spotify con música que le gusta. Suena ‘La gran ola’, una de esas canciones blanditas de Delafé, y, mientras, la dueña va de un rincón a otro moviendo objetos, colocando unas magdalenas en una bandeja y ordenándolo todo. “A mí gusta pensar que este es un lugar del que la gente nunca se quiere ir”.

- Foto: KIKE TABERNER
Victoria no tuvo padre, como su hija mayor. Su pareja también salió huyendo en cuanto se quedó embarazada. Ahora lo cuenta con una sonrisa, tal vez postiza, pero detrás hay mucho dolor y mucha terapia. No ha sido fácil superar dos de esos golpes que dejan cicatriz para toda la vida. Pero le quedó su madre, Victoria, como su abuela, su bisabuela y su primogénita, y ahora proclama que su apellido es el materno: Herrero.
Sus años extraños en Londres
Su madre era profesora y para facilitarse la vida metió a sus dos hijos en su colegio, el Pureza de María. Victoria era una joven inquieta que quería hacer muchas cosas. Cuando estudiaba Filología le surgió la oportunidad de terminar la carrera en Londres y allá que se fue. Según lo cuenta, parece ser que fueron años extraños: a Tony Alexander King, el asesino de Rocío Wanninkhof, lo detuvieron en una residencia que estaba detrás de donde vivía Victoria. La valenciana, además, cuenta que fue arrestada por robar comida en los supermercados. Pasó una noche en el calabozo y al día siguiente fue puesta en libertad porque se consideraban bienes de primera necesidad. “Mi abogada fue una española casada con un japonés y se hacía llamar Manolita Chen”.
Una de sus primeras aventuras, después de una breve incursión en el periodismo, en la sección de Cultura de ‘Diario de Valencia’, Victoria fundó su propia marca de calzado: My Blüchers. “Yo no encontraba zapatos que me gustasen y decidí crearlos yo. Empecé con el blucher inglés, este zapato acordonado, y he ido sacando los zapatos de mi infancia”. Sus creaciones fueron un éxito y, gracias a la escritora Carmen Amoraga, consiguió que le recibiera Mikel Orbe, el director de moda de la oficina comercial de Nueva York (Fashion from Spain) y conseguí que presentara mi marca en un cóctel en el Hotel NeueHouse de Manhattan en febrero de 2015. Ella aprovechó el viaje para escaparse por las noches al Café Carlyle para ver a Woody Allen tocar el clarinete con New Orleans Jazz Band.

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Hace cinco años se quedó embarazada de la nueva Victoria y su pareja salió por la puerta. Ante una situación así, después de la experiencia propia de haber crecido sin una figura patera, uno puede tirarse a la bebida. Victoria se tiró a correr y no ha parado. Ahora, cinco o seis años después, está acumulando kilómetros para correr el 2 de noviembre el Maratón de Nueva York. Viajará con su madre, sus dos hijas, su novio, su hermano, su cuñada y sus sobrinas. Cuatro semanas después, el primer domingo de diciembre, saldrá a por todas en el Maratón de Valencia.
Su primer restaurante, en el bajo actual, se llamó Trece. “Lo llamé así porque nací un día 13, es mi número de la suerte y caí en la calle Calatrava 12 bajo primero, que es un 13 como una catedral, y le puse 13 para todos los supersticiosos. Lo abrí en 2012 y lo cogí con dos socios, pero me quedé sola: uno me robaba y el otro no estaba nunca. Lo mío está claro que no son los hombres.
Luego monté otro, Sweet Victoria, en la calle Roteros y, a continuación, Casa Victoria, el ultramarinos, aquí enfrente. Ese era la herencia del ultramarinos que tuvo mi bisabuela al lado de Santa Catalina, donde ahora hay una tienda de souvenirs. Yo lo he retomado. Luego lo fusioné todo en lo que ahora es Casa Victoria”.

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La hostelera se organiza para ser una esclava de su trabajo. Cada mañana lleva a las niñas al colegio, luego se va a correr y empieza la jornada laboral desayunando en la horchatería que hay junto a la entrada principal del Mercado Central. Ahí se sienta en una banqueta y toma algo mientras, en invierno, se deja besar por los rayos del sol. Luego sube al mercado y compra lo que necesita ese día. “Es carísimo, pero de mucha calidad. Yo lo repercuto en el precio. Este no es un sitio para guiris ni para alguien que quiera comer por dos duros. Aprovecho las recetas de mi bisabuela, que es lo que he comido en casa, en una familia que es un matriarcado. Los hombres no caben en nuestra vida. Es difícil estar con una mujer dominante como yo”.
Perdió la vista unas horas
Al acabar en el restaurante se va a la plaza del Ayuntamiento y se pide un cucurucho de jamón y una copa de cava con hielo. Una manía, como dormir con muchas almohadas, no usar bolsos o llevar el mismo perfume -Angel, de Thierry Mugler- toda la vida. Por la tarde se va a por las niñas y pasa la tarde con ellas. “Ellas, con el negocio, el deporte y la lectura, son mi vida”.
Hace siete años salió a navegar y sufrió un accidente en el barco. El velero se tambaleó, la botavara giró y arrambló con Victoria. “Después de aquel golpe, que me lanzó contra la cubierta, perdí la visión durante unas horas. Ahí me sentí muy vulnerable. Un cirujano me reconstruyó la nariz sin anestesia y tres días después estaba en la barra sirviendo vermú con un brazo escayolado. Soy una salvaje”.

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Una salvaje herida. “He sufrido dos abandonos que los cargo en una mochila”. Pero también es una privilegiada que se ha cogido dos meses de vacaciones para irse de viaje a Mallorca, a la isla de Oms y a Mira, el pueblo de Cuenca donde nació su bisabuela y uno de los que fue arrasado por la Dana. “Dormíamos en la parte de arriba y como la cocina estaba abajo y no queda nada, nos íbamos a comer por ahí todos los días”.
Victoria es una metralleta cuando habla. “Soy un terremoto. No sabes la energía que tengo”. Su cabeza va muy rápido y tiene mucha energía. No para. Pone una sonrisa y salta de un asunto a otro a toda prisa. Mientras, se coloca y recoloca la melena sin parar. Cuando te has dado cuenta, se ha levantado, se ha ido y ha vuelto con dos carteles de película: ‘Ben Hur’ y una de Marujita Díaz que quiere poner en el baño del restaurante. El local está lleno de detalles. Desde las lámparas de Jieldé del 52 (“el año que nació mi madre”) hasta el botijo de cassalla que tiene en la barra por si alguien se anima.

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Victoria sale a la calle y, de camino al Mercado Central, no para de saludar a unos y a otros. Camina deprisa, como vive, porque ella tiene metido en la cabeza que solo hay una vida y que hay que aprovecharla al máximo. Ella no lleva mal camino. Periodista, zapatera, hostelera, madre, corredora y muchas cosas más en 46 años. Y lo que le queda.