Hola me llamo Alberto, soy alcohólico y llevo cuarenta y siete días sin beber. Este podría ser el inicio de cualquier reunión de alcohólicos anónimos, en uno de los 616 grupos diseminados por el territorio español, que existen en la actualidad. El alcoholismo se lleva con discreción, en la intimidad. Con reparo y negación. Es algo que estigmatiza. Dejar de beber, para alguien que ha sucumbido a los abismos de una enfermedad crónica, pasa por dar un paso al frente y reconocerlo. ¿Pero qué sucede con aquellos que no prueban una gota de alcohol motu proprio, voluntariamente y sin motivos aparentes? Este es el caso de los abstemios. Y su día a día también pasa por situaciones dolosas para el resto de la sociedad.
O.T. (prefiere mantener el anonimato), es uno de esos abstemios a los que su decisión personal le ocasiona una gran cantidad de problemas en el ámbito social. Nunca ha probado una gota de alcohol. Ni una cerveza, ni una copa de vino. Muchísimo menos un cubata. No se jacta de ello, ni trata al resto de sus compañeros con superioridad. Sin embargo, siente el rechazo y el desprecio, cuanto más, y especialmente la incomprensión, cada vez que rechaza tomar un trago. “Cuando lo cuento, la gente desconfía. Piensan que tengo un trauma del pasado y que oculto algo”, me cuenta. “Hay gente que responde diciendo: -ya, bueno, yo tampoco bebo. Un vinito en las comidas, una cervecita con los amigos. Un cubata a veces. Poca cosa- Como si eso no fuera beber“.
"Nunca ha probado una gota de alcohol. Ni una cerveza, ni una copa de vino"
También los hay aprovechados, me cuenta. “Me ha pasado infinidad de veces (ahora afortunadamente menos, ya que mi vida social es menor) que por el simple hecho de no beber, me usen de taxista y poco más que me pase la noche paseando a Miss Daisy”. Cuéntame sobre ese tema, en principio si tú no bebes, no te supone ningún problema conducir ¿no?, le espeto. “Bueno, es relativo. Una cosa es que no beba alcohol y otra es que me llamen única y exclusivamente con ese pretexto. Además, no solo en ese caso, que he aprendido a esquivar y rechazar educadamente, también se da en casos en los que salimos de fiesta, o acudimos a un festival. Ahí es peor, ya que invalidan mi estado anímico o mi cansancio. Quizás yo podría volverme antes a casa, pero insisten en que aguante una o dos horas más, no porque disfruten de mi compañía, sino porque necesitan mi vehículo. Es descorazonador”.