VALÈNCIA. En septiembre de 1993 se publicó In Utero, el disco de la verdad. La expectación era inmensa. Dieciocho meses antes, Nirvana habían protagonizado una heroicidad. Habían hecho universal la música que, habitualmente ya no le gustaba a las masas. El rock hecho con las tripas y bañado en distorsión, música contemplada como acto creativo ates que como mercancía.
Nirvana se convirtieron en el mascarón de proa para una generación que abarcaba más de lo que las barreras estilísticas dejan ver. Pixies,Sonic Youth, Mudhoney, Hüsker Dü. Todos esos nombres que hasta entonces parecían importarnos solamente a unos pocos paisanos se vieron súbitamente revalorizados por el fenómeno Nirvana. Kurt Cobain, Krist Novoselic y Dave Grohl, embajadores de los parias que, en lugar de preferir el pop comercial del momento, éramos felices con este tipo de desviaciones de lo normativo. Nirvana tenían un sonido pero más allá de eso, representaban un espíritu. Muchos sentimos que su éxito nos reivindicaba. Ya no éramos los raritos. Nuestro equipo había ganado una liga que, en realidad, siempre nos importó un pito.
Y entonces, tras muchas expectación y alguna que otra polémica, llegó In Utero, el disco que demostraría que Nirvana no eran unos vendidos. Podían haber vendido millones de discos, pero eso no afectaba a su esencia. A su autenticidad, esa palabra que tanto daño ha hecho y hará, y en la cual yo creí cuando era joven, como un tonto. Kurt Cobain tenía un instinto melódico envidiable pero era como si tuviera que pedir disculpas por ello. Su grupo facturaba un rock real, crudo, hijo de la frustración. Nada que ver con aquellos Pearl Jam que también salieron de Seattle pero que sonaban a banda de rock adulto. Nada que ver con todos aquellos grupos catapultados por el éxito de Cobain y compañía. Stone Temple Pilots, Alice In Chains. Jamás conseguí que me interesara ni una sola de sus canciones. Y menos aún las de Guns N’Roses, la antítesis de Nirvana, sus grandes contrincantes. Un grupo de rock duro vulgar y gritón, machista y prepotente.
Cobain también fue crucial para plantarle cara a ese machismo. Al salir a escena con vestidos, proclamando que no había nada malo en ser hombre con ropa de mujer. Porque lo malo eran los catetos que le zurraban en el colegio por considerarlo demasiado sensible, sospechoso de ser maricón. Exponiendo su femineidad sin miedo, Cobain demostró que la heterosexualidad no era un concepto grabado en mármol. Ser un hombre pasaba por saber respetar y querer a las mujeres. Ese era el campo de batallas hace 25 años, cuando salió In Utero. Lo que desde fuera nadie supo ver, aunque a veces se intuyera, era el conflicto que vivía el grupo y, sobre todo, su líder. Cobain era adicto a la heroína con la que había intentado paliar unos dolores estomacales para los que no había cura. Se sentía culpable por su éxito y también acosado por él. Su personalidad era demasiado frágil y comenzaba a resquebrajarse. Eso fue lo trágico. Mientras muchos los celebrábamos como nuestro héroe, el tipo se estaba hundiendo en la depresión.
Aquellos fueron meses agitados. Publiqué un libro sobre Nirvana en una editorial valenciana de prácticas algo funestas y la cosa fue un éxito. Ese mismo otoño dejé València y me trasladé a vivir a Madrid. Fue uno de esas decisiones que se acometen en el momento idóneo. El boom de Nirvana y el rock alternativo comenzaba a calar en los medios generalistas. El País acababa de sacar Tentaciones, que en poco tiempo canalizaría aquel apetito por lo nuevo. Gracias a Diego Manrique comencé a colaborar con ellos y una de las primeras cosas que publiqué fue precisamente un texto sobre grunge y rock alternativo que incluía una entrevista con Nirvana. Es curioso que la última entrevista telefónica que hice en el que hasta entonces fue mi domicilio en València, fuera con Dave Grohl y Krist Novoselic. Los recuerdo contestando algo cansados, más bien diría que saturados. Intentando responder con lucidez cuando la situación, ahora lo sabemos, empezaba a estar fuera de control.
Ese otoño, Nirvana hizo un concierto unplugged para la MTV. Aquel concierto aparecería meses después como disco u vídeo, cuando Cobain ya estaba muerto. El famoso unplugged. El concierto en el que Nirvana olvidaron la electricidad y la distorsión. El concierto en el que la angustia vital del ídolo Cobain estaba a flor de piel. Aquella sesión. Cuando el trío más honesto del mundo predicó con la práctica y tocó canciones de algunos de sus grupos favoritos, Meat Puppets y Vaselines, ninguno de ellos famoso. También interpretaron una versión de Bowie, que en aquel entonces era un personaje que se encontraba intentando restablecer su prestigio tras el bajón de la década anterior. Con su interpretación de ‘The Man Who Sold The World’, Cobain nos envió una radiografía de su alma a la vez que certificaba la valía de Bowie de cara a una generación que, hasta ese momento, le hubiese contemplado con cierta sospecha. Cosa por otra parte comprensible si tenemos en cuenta aquel invento llamado Tin Machine.
Kurt Cobain se quitó la vida a principios de abril de 1994. No estaba preparado para seguir pisando este suelo. Fue una enorme pérdida, pero sobre todo, fue una tragedia. Para mí existe un antes y un después del suicidio de Kurt Cobain. De alguna manera –ya sé que es absurdo pero no puedo evitarlo- me culpo por no haber sido capaz de percibir hasta dónde llegaba su sufrimiento. Lo que yo y otros miles de aficionados a la música celebramos a través de él era importante. La enseñanza es esa, admiramos a personajes que no son tan diferentes a nosotros. Es algo que no deberíamos ignorar ni olvidar. Detrás de cada ídolo, de cada estrella, de cada artista famoso y popular, hay un ser que seguramente ha de acarrear con la inesperada carga del éxito. Y no todos estamos preparados para soportarla incluso si hemos soñado con eso.