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'Videoclub', una película de papel del fundador de Filmin Jaume Ripoll

La vida hasta la fecha del mallorquín no puede entenderse sin su relación esencial con el cine, que él mismo narra en este libro autobiográfico que publica Ediciones B

10/07/2023 - 

VALÈNCIA. Recordar y de otro modo en inglés record, grabar, y en català record, recuerdo. Cine y memoria van de la mano en lo lingüístico y en lo emocional: no por nada recordar significa volver a pasar por el corazón, donde se creía, antiguamente, que se almacenaban nuestras vivencias. Hubo un tiempo en que la experiencia del séptimo arte era movimiento también frente a la pantalla: un ritual excitante que implicaba una recompensa en la intimidad de una sala a oscuras, o el placer de un sofá y un televisor. El cine era también olfativo: tenía aroma a plástico cuando se alquilaba, y a maíz cuando pasaba por una taquilla. A tortilla y tabaco al aire libre. Incluso a motor. El cine era táctil: en la textura levemente rugosa de las fundas o discretamente áspera en las fichas de cartón más nuevas en las que se registraban los socios, en la —durante tanto tiempo— incomodidad de un reposabrazos poco ergonómico sobre el cual no se terminaba nunca de saber quién tenía derecho. Para quienes vivimos y recordamos la época previa al cine en casa sin desplazamiento, todas estas sensaciones son inherentes a la idea de ver una película. Las películas se han almacenado en nuestra mente entrelazadas con momentos tales como horas muertas en veranos interminables en la ciudad, peregrinaciones al establecimiento del barrio para elegir lo que nos llevaremos a casa antes de recoger las pizzas, contactos no tan fortuitos provocados por un susto que erizaban el vello por causas ajenas al miedo, conversaciones que se apuraban hasta que se apagan las luces para dar comienzo de los tráilers. Entonces el cine empezaba ahí mismo; eso era antes de que la gran pantalla se llenase de anuncios vulgares e interminables, promociones a media luz que en lugar de servir de preliminares para la emoción, generan hastío e impaciencia. No es que los tiempos pasados fuesen siempre mejores, es solo que en materia de recordar, no hay que ser realista, riguroso ni coherente.

Recordar. Grabar. Cine. Las salas languidecen por una variedad de motivos que abarcan desde el elevadísimo precio de las entradas, a la incapacidad de un modelo de negocio que parece tener pocas bazas con las que competir, pasando, claro, por la competencia cultural de las nuevas plataformas de cine y series (que no de contenidos), el fénix que emergió de las cenizas de los videoclubs, el otro gran pilar de la catedral del cine de antaño, a los que él mismo había quemado. El videoclub en casa define nuestra forma de consumir cine en la actualidad, que no es más que una manifestación de la manera en la que vivimos: lo queremos todo y lo queremos ahora. Esto, por otro lado, es el sueño hecho realidad que muchos tuvimos toda la vida. Jaume Ripoll es una de las personas responsables de haber materializado ese sueño. Cofundador de Filmin tras su paso por Manga Films y Cameo, y director de Atlàntida Mallorca Film Fest, Ripoll es también autor del libro Videoclub que publica Ediciones B, un recorrido autobiográfico desde su niñez mallorquina en una familia que vivía del y por el cine, hasta hoy, en que el autor sigue en la carrera de fondo tras verse obligado a coger el testigo muy joven. Como no podía ser de otra manera, en los capítulos de Videoclub se desarrollan dos historias, la Ripoll y la del propio cine, la una y la otra entreveradas, necesitándose. Porque no solo el cine ha hecho por el autor: Jaume Ripoll ha hecho mucho por el cine. Si bien decidió, o atendiendo a su gran (e incluso divertida) honestidad —porque el libro discurre con un tono agridulce que no olvida el humor ni la sinceridad—, aceptó que disfrutaba viendo cine pero no creándolo, y que por tanto no prosperaría como director, su papel en Filmin y en Atlàntida Mallorca Film Fest ha sido realmente importante para la cultura cinéfila del país y más allá. Si se pudiese medir el cine en descubrimientos y disfrute, Filmin por ejemplo rompería el disfrutómetro.

Videoclub, con un diseño de las portadas que nos transporta a esas cintas vírgenes que comprábamos para grabar películas de la televisión, viene además con extras, con contenido adicional: veinticinco listas del autor que nos pueden salvar del clásico estancamiento por saturación tratando de elegir qué ver en el catálogo de las plataformas, un fenómeno no tan estudiado como el binge watching, los atracones de series, pero que sin duda es característico de nuestra relación con los nuevos videoclubs digitales. En ese sentido, uno de los aspectos más interesantes del libro de Ripoll es la evolución de su enlace vital con el cine, debido a haber hecho de su pasión su trabajo. Una de las citas que nos dan la bienvenida a Videoclub ya nos pone sobre aviso: la máxima de todo a cien que asegura que si haces de tu pasión tu trabajo no trabajarás ningún día de tu vida, es solo eso,  filosofía barata, o peor, pensamiento mágico de azucarillo o de caption de Instagram. A estas alturas, la mirada de Ripoll sobre el cine lleva inevitablemente también el filtro del distribuidor, del prescriptor, del empresario, y no únicamente del espectador o el crítico. Esta circunstancia aporta a la historia un eco que no es nostalgia, sino algo un poco más complejo: cierta sensación de ausencia, de pérdida, pero asumida con pragmatismo. Hay pérdidas que podemos manejar así, y otras que resultan mucho más difíciles, como es la pérdida de un padre, muy presente en el viaje que es Videoclub. En el horizonte se vislumbran nuevas estaciones a las que llegaremos, nuevos estadios. ¿Cuál será la siguiente fase del cine? ¿Tendrá que ver con la eterna promesa de la inmersividad, con la realidad aumentada, con la inteligencia artificial? Es pronto para saberlo. Lo que sí podemos hacer es especular: ¿qué recordaremos de estos años, qué habremos grabado en nuestra memoria, qué libros escribiremos sobre lo que echamos de menos? 

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