Así tituló Manuel María Puga y Parga “Picadillo” un sesudo libro de recetas, que escribió con el fin de que sirviese –a él y a nosotros- como breviario gastronómico pasa la travesía de la sinuosa, compleja, sacrificada, dura y martirizada, pero siempre edificante, época de la Cuaresma.
En tiempos de Don Manuel María, singular personaje que combinó su pasión política –fue alcalde de La Coruña- con otra mayor, la gastronómica –llegó a pesar 220 kilogramos- y que vivió a caballo entre los siglos XIX y XX, decir vigilia en España era decir bacalao, tal era la popularidad entre todas las clases sociales de dicho pescado, salado y por tanto conservado, en nuestra península. En su libro Picadillo intenta armonizar las obligadas costumbres que imponía la religión mayoritaria en España con los refinados y sabrosos gustos que le adornaban, por lo que con sólido esfuerzo ideó más de un centenar de platillos diferentes compuestos con productos que suplían las habituales carnes y que formalmente mantenían el espíritu de sacrificio que se imponía desde el Miércoles de Ceniza hasta el Sábado de Gloria, más los sucesivos y preceptivos Viernes de Cuaresma.
Pero este tremendo esfuerzo intelectual resultaba baldío para las regiones del interior, que no tenían a su disposición, en las obligatorias buenas condiciones sanitarias, los pescados que se capturaban en las costas que los circundaban. Por ello, y ya que la obligación de obviar las carnes como fuente de alimento y de placer en las tierras alejadas del mar y por tanto exentas de pescados frescos, se convertía en un problema mayúsculo, debía aparecer el un producto que las sustituyese: y ese fue el bacalao, pescado salvador en lo gastronómico de la rigurosa dieta.
Es cierto que desde hacía siglos ya se utilizaban con este fin multitud de pescados de los llamados ceciales –curados al aire y al sol- pero ninguno podía competir con los sabrosos bocados que nos proporcionaba, después de desalado, el que provenía del norte de Europa y América. Repasemos nuestro Quijote y advertiremos tal extremo cuando señala que en una venta en que se alojaba el Caballero “no había sino unas raciones de un pescado que en Castilla llaman abadejo, y en otras partes curadillo, y en otros truchuela, que no había otro pescado que darle de comer”.
Esta popularidad llenó de calidad al bacalao que se importaba, incluso logró que su uso, que caía en la monotonía por abuso, lejos de provocar cansancio en los paladares sirvió de acicate para los cocineros, que se obligaron a concebir múltiples y variadas recetas que provocasen al esperanza del buen comer en los fatídicos días.
Así Picadillo concibe para jornadas sucesivas fórmulas como el bacalao a la vizcaína, las croquetas del mismo pescado, el timbal de bacalao y repollo, el bacalao con garbanzos, el frito, o el bacalao con leche. Pero esto no es nada para lo que da de sí el producto. Si seguimos a otro escritor especializado en la Cuaresma, P.L. Lassus, nos impondremos en las fórmulas ya conocidas más otras, como aliñarlo con tomate frito, o hacerlo a la marinera, a la provenzal o con bechamel, y si nos acercamos a Portugal reconoceremos que tienen, como proclaman, más de 365 recetas dedicadas al producto estrella de las tierras del interior.
Si queremos probar una de ellas, aquí mismo, nos podremos dirigir a Morgado, restaurante especializado en clásicas comidas de uno u otro confín, entre los que se encuentra su Extremadura natal, y de ella ha traído el bacalao dourado, afortunada mezcla de migas de bacalao, patatas fritas y huevos en cantidad discreta, para que su degustación supla con suficiencia los rigores de la Cuaresma.