Les Arts dedica las cuatro funciones a la memoria del crítico musical Alfredo Brotons, fallecido repentinamente el pasado mes de julio
VALENCIA. Hace algo más de cuatro años, Juan Ángel Vela del Campo escribía respecto a la producción de El Gato montés que se ve ahora en Valencia, y que reponía en 2012 el Teatro Real: “(...) lo que queda en la primera línea del recuerdo del verismo a la española de este Gato Montés es, curiosamente, la fuerza de su famoso pasodoble”.
Este certero comentario arroja luz, con pocas palabras, sobre varios aspectos de la ópera del maestro Penella. Se trata de una partitura que se sostiene con dificultad, debido a un libreto poco afortunado (escrito por el propio compositor), y una música que, salvo momentos puntuales, no consigue implicar al espectador en el dramón que discurre ante sus ojos. Entre esas pinceladas aisladas se encuentra el célebre pasodoble que en la ópera brota, incontenible, del dúo entre el torero y la mujer que quiere. Tan popular se ha hecho esta música que todo el mundo la toca y la canta, sin preocuparse muchas veces, por desgracia, de retornarle la gracia y el impulso con que fue concebida. Penella trató de utilizar este pasodoble, además, como una suerte de motivo conductor que aparece, a veces sólo insinuado, a lo largo de la partitura. No logró con ello, sin embargo, que funcionara como un verdadero leitmotiv, ni por el limitado desarrollo que le ofrece, ni por la dificultad de que tal material sirviera como nexo en el conjunto. Este pasodoble es tajante, afirmativo y airoso. La historia que narra la ópera es, por el contrario, dubitativa, deslavazada y trágica. Incluso cuando el tema vuelve, mientras Rafael y su cuadrilla marchan hacia el ruedo, como un nostálgico recuerdo de su primera aparición, no logra insertarse plenamente en el desarrollo de la acción. Así pues, la página más notable de la partitura queda condenada a la inoperancia en el contexto dramático para el que fue escrita, salvándose sólo como número aislado, aunque, eso sí, con niveles altísimos de popularidad.
La referencia al “verismo a la española” se sustenta en las características del libreto, de ambiente rural y sentimientos exacerbados. La línea de canto también es desgarrada, especialmente en el caso de Juanillo (el bandolero apodado Gato Montés), y la partitura orquestal trata de expresar fielmente la acción y su contexto (aunque no siempre lo consiga). Los personajes se ciñen a lo más típico y tópico del costumbrismo español, y no faltan los gitanos, el torero o el bandolero. Se dirá que también sucede así en Carmen, pero la comparación resulta verdaderamente inadecuada. Es cierto, sin embargo, que El Gato Montés se inspira, y mucho, en aquella ópera de Bizet: torero y bandolero disputándose a la misma mujer, presentimiento de la muerte, predicciones que lo confirman, plaza de toros como escenario de la tragedia, etc. Pero se sitúa en una órbita muy alejada de lo que podrían suponer tales coincidencias. El Gato Montés, por otra parte, se representa poco en la actualidad, aunque últimamente está viviendo un cierto resurgimiento. Eso sí: el dúo del segundo acto, como número aislado, goza de buena y merecida salud. En sus orígenes, sin embargo, la ópera triunfó. Manuel Penella la estrenó, precisamente, en el Teatro Principal de Valencia Fue en 1917, llevándola después a Madrid y, más tarde, a Nueva York, donde intervinieron Pastora Imperio y Concha Piquer en las representaciones.
La dirección de escena de José Carlos Plaza ofrece una gran austeridad, a la que contribuye la oscuridad del fondo y los tonos ocres del vestuario. Coro, bailarines y figurantes, movidos hábilmente en la coreografía que firma Cristina Hoyos, se constituyeron en principal y eficaz componente escénico. Mucho menos lo fueron la capa, estoque y banderillas, que se movieron en lo alto como si estuvieran solas, aludiendo a la corrida que se estaba celebrando. La capa revoloteaba cual pájaro enloquecido, y cualquier semejanza con el toreo era pura coincidencia. Tampoco estoque y banderillas lo hicieron mucho mejor. Los bailaores, por su parte, no convencieron demasiado, al no lograr acompasar su zapateado con la música. Se agradeció, en todo caso, al director de escena, haber librado al público del costumbrismo más rancio en decorados y vestuario.
Las voces se desenvolvieron con corrección: Destacaron más por afinación que por expresividad las de Maribel Ortega (Soleá) y Andeka Gorrotxategi (Rafael), con una proyección más eficaz en la franja alta que en el resto del registro. Àngel Òdena hizo un Juanillo (Gato Montés) pasional, con capacidad para transmitir al público el drama de su vida, aunque su afinación n fuera siempre impecable. Gustaron Marina Rodríguez Cusí representando a la madre de Rafael (Frasquita), y Cristina Faus como la gitana que anuncia la muerte del torero. Los comprimarios cumplieron perfectamente. Ahora bien: la frecuente necesidad de cantar (y en las zarzuelas, también de hablar) en el andaluz o madrileño más castizo, plantea problemas de articulación a los cantantes, que no se solucionan sólo con la parodia de unos cuantos tics, olvidando que la imitación del habla requiere también una entonación específica, y, por supuesto, la música interna que la lengua adquiere en cada zona.
La orquesta, dirigida por Óliver Díaz –quien es asimismo director del Teatro de la Zarzuela- funcionó bien, a pesar de la dificultad de levantar una partitura con tantos flancos débiles. Respecto al dúo del pasodoble, es verdaderamente difícil evitar la chulería de trazo grueso, pero se evitó. Habría que conservar, al tiempo, el brío y la gracia, y algo de eso se quedó en el tintero, pero más vale, en este caso, pecar por defecto que por exceso. Fue bonito asimismo –y muy bien interpretado- el soliloquio del violonchelo en la introducción al tercer acto. Luego, la voz del Gato Montés (Juanillo) llenó la escena con una amplia gama de matices dinámicos y expresivos, que hicieron olvidar rápido algún problemilla de afinación. Tras la muerte del bandolero, como no podía ser menos, hubo ecos de ese pasodoble, nunca terminado de mencionar, que muestra a Penella como indudable impulsor del folklore urbano que se desarrollaba entonces en forma de coplas, pasodobles, zarzuelas... Prueba del papel catalizador que tuvo Penella al respecto, es el impulso que le dio a Concha Piquer, reina indudable de la copla, a quien introdujo en América, muy frecuentada por él desde los 17 años.
Respecto a su capacidad para la hibridación de estilos, baste recordar “Todas las mañanitas”, adorable habanera de Don Gil de Alcalá, en la que se ensamblan el ritmo marinero y la ópera de cámara, sin fricción alguna. O la copla “En tierra extraña”, donde funde dos pasodobles, y que la propia Piquer se encargó de difundir hasta la extenuación.
Figuraba en el programa de mano la dedicatoria de las funciones de El Gato Montés a la memoria de Alfredo Brotons, crítico musical del periódico Levante fallecido repentinamente el pasado mes de Julio. Se echó en falta, sin embargo, que no se anunciara por megafonía tal dedicatoria antes de la representación, para ampliar este pequeño homenaje al que fue incansable cronista de la vida musical valenciana.