Cuántas veces hemos escuchado que vivimos en una época de cambios acelerados. En una década de innovaciones tecnológicas masivas que quedan rápidamente obsoletas y son substituidas por otras. En un mundo crecientemente cambiante al que nos tenemos que adaptar.
Confundidos por nuestra adicción a una tecnología banal, la de los smartphones y sus apps, nos hemos creído las palabras de los predicadores de lo tech y de aquellos buenos optimistas que afirman bienintencionados que todo está cambiando. Pero, ¿hay alguien que duda que la senda de la innovación no está acelerando sino todo lo contrario? ¿Podría ser, al fin y al cabo, que el mundo no estuviese cambiando tanto?
Pongamos en el foco en la innovación más importante de la historia de la humanidad, la decisión de vivir juntos en asentamientos densos, las ciudades, y pensemos en cómo han evolucionado en el último siglo. Pensemos cómo ha evolucionado también nuestra forma de vivir, de comportarnos, en ellas.
Sería fantástico que fuésemos capaces de usar la tele-transportación (por cierto, muchos pensaron que estaría a día de hoy ya inventada) e hiciésemos viajar a un habitante de 1917 a una urbe de 1967 así como permitir a un vecino de 1967 pasearse por la ciudad de hoy. ¿Quién de los dos creen que estaría más perdido?
Los cambios más importantes del medio siglo más reciente están relacionados con cambios sociales, culturales y económicos —libertad individual, derechos de las mujeres, disminución de la religiosidad, precarización del trabajo— que tienen poco que ver con la adopción de nuevas innovaciones tecnológicas.
De hecho, cuando en The Atlantic se propusieron identificar las 50 innovaciones más importantes para la humanidad desde la rueda, consultando a un grupo representativo de científicos, historiadores y tecnólogos, no identificaron ni una sola innovación aparecida en las últimas décadas. Entre dichas innovaciones encontramos la imprenta (1430), la electricidad (final del s. XIX), la penicilina (1928), las lentes ópticas (S. XIII) o internet (la más reciente, de 1960).
A mí, personalmente, me hubiese encantado tele-transportarme al debate que protagonizaron en 2014 Peter Thiel (co-fundador de Paypal) y David Graeber (antropólogo anarquista e impulsor de Occupy Wall Street) sobre el futuro de la tecnología. Los dos, un tecno-libertario pro-mercado y un destacado anti-capitalista coincidieron en señalar que la segunda parte del S.XX fue una década muerta en cuanto a la innovación. Peter Thiel citó al respecto el eslogan de su firma de capital riesgo: “queríamos coches voladores y en lugar de eso nos dieron 140 caracteres.”
Thiel echó las culpas a las burocracias escleróticas y la falta de iniciativa, mientras que Graeber señalaba a una clase dominante desorientada. ¿La solución? Para Graeber sería la adopción de un sistema democrático genuinamente participativo ya que el problema no es la falta de buenas ideas sino que “a la mayoría de las personas se les dice constantemente que se callen”. Para Thiel, que se define como un “ateo político”, la clave del progreso no es la expansión de la democracia, ya que en el mundo real las organizaciones más innovadoras son jerárquicas.
Sea cierto o no que el progreso tecnológico ha quitado el pie del acelerador debemos evitar fascinarnos con el poder mágico del progreso tecnológico, ser conscientes de sus impactos territoriales y sociales, intentar establecer marcos adecuados facilitadores, hacer llegar sus efectos positivos a los más vulnerables y sobre todo, ser conscientes de la importancia que tienen las relaciones personales, la cultura o la diversidad y la inclusión para el avance de la sociedad. No habrá ningún cachivache que de una nos saque de pobres y nos haga más tolerantes.