VALÈNCIA. Odio salir de casa. No me gusta. Cada vez me cuesta más poner un pie en la calle. Ale, ya lo he dicho. Lo hago una vez a la semana, voy al supermercado y aprovecho para tirar la basura. Dos por uno. Sé que hay lazarillos que atomizan sus recados para cazar algún rayo de sol extra (o arriesgarse al chaparrón, algo más propio de estos días). Que si hoy tengo que hacer la compra, que si se me ha olvidado no sé qué, ¿lo tendrán en el otro súper? Bajo un momentito y miro a ver. Uy, tengo que tirar la basura. Bueno, hoy hago el plástico y ya mañana si eso el vidrio. Yo no. Voy todo de una. El plástico, el vidrio, el cartón y otras chicas del montón. Además, todo queda en mi calle, así que doy gracias por no tener una pulserita cuentapasos que me saque los colores. Hace más de cuarenta días que solo hago este recorrido, con la diferencia de que ahora parece que paseo por el escenario de una película muda. No hay cafés en la terraza, ni lectores husmeando en la librería, ni padres esperando a sus hijos en la escuela de danza. Nada suena ya. Bueno, sí, los helicópteros. Que digo yo que podrían usar el megafonito para hacer la contra al ‘Resistiré’ del Dúo Dinámico. Pero ni eso. En estos días de confinamiento mi único encuentro es con los empleados y empleadas del súper y con esas personas que, como yo, esperan su turno en la puerta, amarrados a su carrito de la compra, algunos pilotándolo con la chulería de un Porsche, otros con la moderación y humildad de un Panda. Por supuesto, manteniendo la distancia de seguridad entre uno y otro.
Os confieso que no me acostumbro a esa imagen. De hecho, no solo no me acostumbro sino que hoy me parece más extraña que ayer. Por paradójico que parezca, cuanto más habitual se hace más lejana se siente. Los primeros días se antojaba surrealista, casi como una película de ciencia ficción en la sobremesa de un sábado tonto. Una primera fotografía tan extraña que despertaba la curiosidad de todos. Gel, guantes, distancia de seguridad. Descubrir de nuevo los mismos pasillos de un súper que has recorrido una y mil veces. Comprobar que los vecinos de siempre son ahora cómplices y, a la vez, extraterrestres. Aparco mi carrito frente a las conservas y me quedo embobado mirando un bote de olivas gazpachas. Siento mariposas en el estómago, ¿me estaré enamorando? Yo soy muy olivófilo, de siempre, pero es que esta sensación no la había sentido antes. Me giro y veo un bote de pepinillos. Meh. Hago un cambio de sentido. Los rumores eran ciertos: no queda papel higiénico.
De esta primera visita al ‘nuevo mundo’ ya ha pasado un mes y dos semanas. Ha vuelto el papel higiénico. Pero ya no hay curiosidad. Ya no siento nada al hacerlo con ese bote de olivas. Lo que antes parecía extraño, casi ficción, es ahora cotidiano. Es esa ‘nueva normalidad’ de la que muchos hablan y que, no sé vosotros, pero yo me resisto a asumir como tal. La normalidad de un rato, vale. La normalidad de hasta pasado mañana, de acuerdo. ¿La nueva normalidad? No. Eso sí que no.
Vuelvo a casa. Enciendo la tele. Sale Salvador Illa diciendo no sé qué de que los niños ya pueden ir al súper a comprar olivas gazpachas, o eso entendí yo, y me viene a la cabeza otra imagen similar, al menos en su estética. Mariano Rajoy anunciaba en 2012 el rescate con una puesta en escena similar. La burbuja estalló en mi primer año de universidad, un crisis que se traducía en rescate cuando estaba a punto de soltar la mochila, dejándome con más preguntas que respuestas. ¿Qué quería decir esto?¿Tocaba irse a Alemania?¿A Francia? A la bautizada como generación más preparada pronto le llegaría un segundo apellido, el de la más angustiada. Por suerte, pronto vendrá alguien a bautizar el mundo post-coronavirus como el new normal, un nuevo anglicismo con el que hacer trendy la vida después de la crisis sanitaria. Recuerda: si quieres, puedes.
Me intento quitar de la cabeza a Rajoy y a Illa. Me escribe C. para ver qué tal estoy. Le cuento todo este rollo de la normalidad, de la crisis y de la olivas. Acabamos compartiendo vídeos de OT1 y debatiendo sobre si Geno merecía o no ser la primera expulsada. Yo digo que no; ella, que sí. Durante un par de horas nos zambullimos en la vieja normalidad (YouTube mediante), la de cuando ninguno de los dos podía ir al súper sin compañía de un adulto. Gala 6. Carlos Lozano da paso a vídeo. Un tal Álex se pone a bailar en la sala de ensayos, a lo que un chaval llamado David, de San Vicente de la Barquera, responde: “te estás amariconando”. Después simulan una pelea de machos, por cierto, con un cierto componente homoerótico. Cuatro años después se aprobaría el matrimonio igualitario. Esta noche se juegan la plaza en la academia Natalia, la benjamina del grupo, y Alejandro. Llevan poco más de cuarenta días de encierro, como yo. El público decide quién sale y quién se queda, como Illa. Alejandro lo lleva bien, dice que se ha tomado la semana con humor. Supongo que se refiere a los estilismos de principios de los 2000. La cara de Natalia, sin embargo, es un poema. Canta ‘Héroe’ de Mariah Carey. Mal. Odio esa canción. Por lo menos no es ‘Resistiré’, eso que me llevo. Cierran las líneas telefónicas. Aparece Mónica Naranjo y habla con un extraño acento mexicano. Expulsan a Natalia. Carlos Lozano le dice que esto no acaba aquí, que mire el lado positivo. Ella no aguanta las lágrimas. Sacan a su hermano mayor a plató, el de Natalia no el de Carlos Lozano, para consolarla tras la expulsión. Él -no me acuerdo de su nombre- mira a cámara y saluda a todos los amigos del foro de Portalmix. Ella sigue llorando. Una chica llamada Chenoa le dice al oído: “Tira pa’lante, con dos cojones”. Para eso ya habrá tiempo. Pero ahora Natalia solo puede pensar en que lleva más de cuarenta días encerrada en la academia y en que le da no sé qué salir y enfrentarse a su nueva normalidad.
Y, claro, yo la entiendo perfectamente.