La vida es un aprendizaje continuo y no sólo cuando estudiamos y nos formamos, sino en nuestro acontecer diario. Es ahí especialmente donde vivimos las experiencias que nos forman y nos marcan, las que nos hacen ser quienes realmente somos.
La vida que vivimos, sobre todo en las ciudades, tiene siempre una cualidad a veces tangible y otras no que es la velocidad, la rapidez, la premura, el estrés propio de nuestra agenda personal y profesional, reuniones, comidas y cenas, todo está programado y a todo debemos llegar a tiempo. Cuando cruzamos un jardín y vemos alguien sentado tranquilamente en un banco pensamos “este tiene poco que hacer” o también “qué suerte poder disfrutar de este soleado día de esa manera”. La cuestión es que buscamos tareas que nos evadan y relajen, y muchas veces aún nos generan más estrés, especialmente pienso en los deportistas compulsivos. La práctica de cualquier actividad es muy saludable, pero con desplazamientos, horarios y demás peajes, puede acabar siendo otro motivo de estrés.
Las diversas formas que hemos inventado para nuestro ocio son tan variopintas como apuntarnos a un curso de cocina o devorar series sin mover un músculo del cuerpo. Sin duda estamos en una época donde los humanos hacemos cosas muy particulares, y todo sea dicho, la forma de recluirnos con el Covid19 ha acrecentado esos comportamientos que en muchas ocasiones no son los más adecuados para nuestra salud mental, es decir, para mantener una salud mental y una actitud vital positiva, alegre y cercana a la realidad.
Una de las formas habituales que se emplean para completar nuestro tiempo, y que por desgracia y a causa de catástrofes naturales y de la guerra en Ucrania, tienen un gran valor, son las acciones de voluntariado. Existen múltiples voluntariados y casi todos suelen reportar un bien a la sociedad, de manera integral, tanto para quienes son beneficiarios de esas acciones, como para quienes las realizan. De hecho, suele ser habitual que cualquiera que realiza una actividad de este tipo diga que él siente mayor recompensa que las personas que necesitan de su ayuda o compañía. Algo que es bonito, pero demuestra que todos somos un poco egoístas incluso cuando ayudamos a los demás, pero no por ello deja de tener gran valor esa entrega.
Las acciones de voluntariado creo sinceramente que son una herramienta de civilización, es decir, que ayudan a crear una sociedad más justa y sobre todo más consciente de la realidad en la que vivimos. Cada uno habitamos un mundo con nuestro entorno social y físico, y a veces nos cuesta conocer o interactuar con los demás, incluso compañeros de trabajo o vecinos de escalera, saber sus problemas, compartir sus inquietudes y las nuestras, ese simple hecho ya genera una sociedad más civilizada y humana, no tan individualista y hermética que sólo mira su teléfono y escucha música con sus auriculares invisibles.
El pasado sábado, y pese ser una actividad que conozco bien y que suele transcurrir con razonable normalidad (por desgracia), un grupo de amigos recorrimos las calles de Valencia para acompañar y dar algún alimento a la gente, a los vecinos nuestros que viven en la calle. Esos invisibles que no queremos ver, esos que a veces hacen que cambiemos de acera o esos que nos incomoda cuando despliegan cartones y ocupan bajos de locales en alquiler o bancos de parques. Esas personas que más que comida necesitan cariño, necesitan ser escuchadas, nada más y nada menos.
Detrás de cada uno hay una historia, a veces terrible, a veces sobrecogedora, a veces tierna e incluso divertida, pero a veces, muy parecida a la de cualquiera de nosotros. Siempre creemos que la gente que está en la calle arrastra miles de problemas y adicciones, que viven en una realidad paralela con situaciones dramáticas y con un currículum lleno de calamidades, y de ahí que nos provoque tristeza, pero también cierta distancia, el clásico pensamiento de “eso a mí no me va a pasar”. Quizá deberíamos reflexionar y educar a los niños con mayor sensación de que la vida tiene muchas caras y nunca debemos darle la espalda a ninguna.
Así de directa fue una de las personas con las que pasé la mañana del sábado, tras decirme “yo te conozco”, me miró a los ojos y me reconoció enseguida, con soltura y su habitual simpatía, pues durante años ha sido dependienta en una céntrica perfumería y como cliente habitual trabé cierta amistad y relación con ella. Me gustó su naturalidad y el no esconderse, lógicamente le pregunté cómo había acabado en la calle, y se pueden imaginar: COVID, paro, algún problema familiar y de repente nada, un banco y un parque. Con una fuerza propia de una mujer luchadora y alegre me contaba como se lava el pelo en una fuente, le dicen que está muy morena y ella sonríe (por vivir en la calle) y cuando le duele el cuello y alguien le dice cambia de almohada piensa “si duermo en un banco”.
La vida puede darnos un giro inesperado, un cambio de rumbo que nadie desea ni planea, pero al que debemos afrontar y, sobre todo, para el que es importante que la sociedad colabore, participe, ayude, arrime el hombro, no mire a otro lado, porque la gente que está en la marginalidad necesita alimento y aseo, pero todos necesitan cariño y escucha. El voluntariado nos ayuda a ser más humanos y por tanto más civilizados, crea una sociedad donde las personas deben cooperar y colaborar no solamente a nivel profesional, sino a nivel social. Me impactó y me enseñó, ahora vuelvo a estar en contacto con una persona que durante años la vi trabajando y ahora está luchando y gracias a Dios viendo la luz al final del túnel.