Mezcla de relato y de lamento, de testimonio y de resignación, el exiliado y el exilio ha sido un 'leimotiv' en la historia universal de la literatura. Sin embargo, la patria ha despertado también sentimientos contrarios y contradictorios
19/12/2016 -
VALENCIA. El exiliado es una figura trágica, consistente y repetitiva. La larga tradición de sus lamentos se remonta a los orígenes del relato, a la expulsión del paraíso, a la caída de Jerusalén y a la deportación a Babilonia. Junto a las fuentes de Babilonia nos sentamos a llorar el recuerdo de Sión. Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me paralice la mano derecha, que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti, desde los salmos bíblicos. Adiós ríos, adiós fontes, adiós regatos pequenos, de Rosalía de Castro. Dolça Catalunya, pàtria del meu cor, quan de tu s'allunya d'enyorança es mor, de Jacint Verdaguer.
Mezcla de relato y de lamento, de testimonio y de resignación, el exiliado y el exilio ha sido un leimotiv en la historia de la literatura. Sin embargo, la patria ha despertado también sentimientos contrarios y contradictorios. Mientras unos se han dedicado a cantar la patria perdida, la patria querida o la patria añorada, otros han escrito contra ella.
No amo mi patria
No amo mi patria. Su fulgor abstracto es inasible. Pero (aunque suene mal) daría la vida por diez lugares suyos, ciertas gentes, puertos, bosques de pinos, fortalezas, una ciudad deshecha, gris, monstruosa, varias figuras de su historia montañas (y tres o cuatro ríos)
“Alta traición” fue este poema publicado por José Emilio Pacheco, Premio Cervantes en 2009. El mexicano lo escribió tras la matanza de estudiantes en Tlatelolco de 1968, que conmocionó a todo México, que descubrió figuras del periodismo impagables como Elena Poniatowska y que dio luz verde al incremento de terror en toda América Latina durante las décadas posteriores.
Sin embargo, José Emilio Pacheco se ceñía en su poema a un México determinado, contextualizado históricamente y absolutamente cruel. Pero no desarrolló un carácter antimexicano, sino todo lo contrario. Paradójicamente.
Caso distinto fue el del escritor colombiano Fernando Vallejo. El autor de La virgen de los sicarios (1994), El desbarrancadero (Premio Rómulo Gallegos en 2003) o ¡Llegaron! (2015) ha arremetido duramente y durante décadas contra Colombia. En sus novelas aparece la sociedad colombiana como el escenario de los crímenes más horrendos, el narcotráfico y sus mafias, la religiosidad malsana, la muerte prematura de niños y jóvenes, vendidos al dinero y a la cocaína. De hecho, abandonó Colombia y, ya instalado en México DF, renunció a la nacionalidad colombiana en 2007 y abrazó la mexicana de adopción.
Homosexual, vegetariano y animalista, su posición (pública y provocadora) sobre cualquier tema de actualidad siempre ha sido motivo de controversia. Pero siempre, siempre, siempre acaba disparando a su país, como un mantra, como una letanía, como si encarnara al protagonista de El ciudadano ilustre, la película de Mariano Cohn y Gastón Duprat, que se ha quedado sin nominación al Oscar como mejor película de habla no inglesa.
En la Feria Internacional del Libro de Bogotá de este año, Vallejo se despachó a gusto con el Papa Francisco: “Bergoglio es más arribista, más oportunista, más mentiroso que Santos. El año entrante vendrá a Colombia a hacerle al cuento de la humildad y a asustar niños. Y el rebaño carnívoro de Colombia, envilecido por políticos y curas, saldrá en masa a que lo bendiga. Yo también bendigo. Mi mano canonizadora también es bendecidora. La izquierda, la de Satanás, porque en asuntos de religión soy zurdo. Por eso mis bendiciones sirven. Levantan muertos, como el Viagra. Las de Francisco son fofas, inconsistentes, flácidas”. Tuvo hasta para el proceso de paz entre las FARC y el gobierno de Juan Manuel Santos: “¡Asesinos! ¡Hijueputas! Y a ti, Santos, que te toque lo que te toque, alcahuete de hijueputas. Colombianos: a robar, a extorsionar, a secuestrar, a matar, a volar torres eléctricas, a sembrar minas, a dinamitar oleoductos, a traficar con coca, que la impunidad es la reina de Colombia”.
Exilios dolorosos
El sevillano Luis Cernuda murió en su exilio mexicano sin haber visto cumplidas ninguna de sus aspiraciones literarias. El reconocimiento fue póstumo, a pesar de haber pertenecido a la floreciente generación del 27, esa que fue cercenada por el antiintelectualismo franquista y la dictadura de hierro de cuarenta años que envió a la gran masa intelectual y artística fuera del país. Angustiado por el exilio y por el desprecio de su país, en numerables ocasiones manifestó su malestar por que sus (pocos) lectores redujeran su obra a categorías generales del exilio: Jerusalén, Babilonia, Rosalía, ya se sabe. En cambio, Cernuda se proclamó abiertamente antiespañol de esa España que había ganado la guerra y de la que había salido huyendo por Portbou en febrero de 1938. Con más profundidad que Trueba, con menos gracia que Rubianes, con más serenidad que Pérez-Reverte, con menos cinismo que Sánchez Dragó.
Soy español sin ganas, que vive como puede bien lejos de su tierra sin pesar ni nostalgia. He aprendido el oficio de hombre duramente, por eso en él puse mi fe. Tanto que prefiero no volver a una tierra cuya fe, si una tiene, dejó de ser la mía, cuyas maneras rara vez me fueron propias, cuyo recuerdo tan hostil se me ha vuelto y de la cual ausencia y tiempo me extrañaron.
Salman Rushdie fue proscrito de su India natal. Desde su destierro londinense, se ha visto obligado a suspender viajes a Medio Oriente para presentar sus novelas debido a la condena a muerte que el ayatolá Jomeini le impuso tras la publicación de Los versos satánicos en 1988. Blasfemia, herejía y apostasía son las acusaciones que corrieron desde India a Irán y desde Egipto a Malasia; el mundo musulmán censuró el retrato infiel de Mahoma como una ofensa imperdonable a su religión.
Rushdie, ateo confeso, escribió ensayos definiendo su posición al respecto e intentó acercar posiciones con el repudio general. No obstante, hasta hoy ninguna de sus disculpas ha valido de manera definitiva para descolgar esa espada de Damocles que pende sobre el escritor, sus editores y sus traductores en todo el mundo.
Cambiar de patria fue lo que hizo en el año 2000 Svetlana Aleksiévic, la flamante Premio Nobel en 2015. La escritora bielorrusa, quien recogiera los testimonios de Chernóbil, la guerra de Afganistán o la caída de la Unión Soviética, se marchó del país debido a la confrontación con su presidente, Alexander Lukashenko. Llegó a París, la patria de adopción de Samuel Beckett, de Eugène Ionesco, de Milan Kundera, de Fernando Arrabal, de Julio Cortázar, de César Vallejo. La patria de los despatriados. La ciudad sin país. Tierra de nadie. El antipatriotismo es tan antiguo como el patriotismo.