En una vivienda en la plaza de Ruperto Chapí de Alicante, hacia las once de la noche del 19 de febrero de 1936. Suena el teléfono y alguien descuelga:
—Dígame.
—¿José Alonso?
—¡Don Manuel!... ¡Perdón, señor presidente! Qué alegría saber de usted.
—Lo mismo digo.
Su esposa, Concepción Sellés, que se encuentra al lado leyendo la prensa sentada en una butaca del salón, levanta la vista del periódico y lo mira con un gesto interrogativo. Él le articula un mudo “A-za-ña”.
—Le agradezco enormemente que haya aceptado ser Director General de Seguridad.
—No hay de qué. Me acababan de telefonear de Gobernación ofreciéndome el cargo, pero no pensé que usted también me fuera a llamar.
—Quería darle las gracias personalmente. Sabe que esta vez no será un camino de rosas como cuando usted fue gobernador civil.
—Me lo figuro... Salgo inmediatamente.
—Perfecto, lo espero a la hora que sea.
—Es un verdadero honor servirle, señor.
* No sabemos cómo se desarrollaría esta conversación telefónica que Manuel Azaña menciona en su libro Memorias políticas y de guerra, pero el arriba firmante, en licencia literaria, así se la ha imaginado.