No es un fenómeno nuevo, pues podríamos calcular casi unas dos décadas de vigencia. Y tampoco es un fenómeno que tenga visos de remitir. Al contrario, la espectacularización de la realidad todavía encuentra nuevos formatos, nuevos temas y nuevos personajes con que elaborar la literatura de este milenio
VALÈNCIA. Si preguntáramos cuándo comenzó el siglo XXI, la respuesta más complicada y más audaz propondría la fecha clave del 11 de septiembre de 2001. Ese día dio comienzo el nuevo milenio. George W. Bush no sería el presidente del saxofón y las felaciones en el despacho oval, como su feliz predecesor, sino el ranchero from Texas que vería caer las Torres Gemelas y orquestaría la torpe y enorme venganza de quemar Irak, Afganistán y justificarlo todo con un concepto que cubre cualquier atrocidad: la “guerra de prevención”.
Si algo distinguió este acontecimiento histórico fue la emisión en directo. La pantalla de televisión como portadora de la realidad y de la historia en mayúsculas. La primera torre ardiendo. El segundo avión. Los cuerpos saltando por las ventanas. El desplome. El hundimiento. El humo. Una panorámica desde los helicópteros. Manhattan en llamas desde las nueve de la mañana, hora de Nueva York.
Un año antes se había estrenado con gran éxito el primer programa de telerrealidad de España: Gran Hermano. La promesa de este intenso show era mostrar la convivencia de diez personas durante tres meses. ¿Qué interés podría tener lo cotidiano y lo anónimo? Cualquier respuesta banal iría en contra de los niveles de audiencia y sería incapaz de explicar el fenómeno que supuso ese programa. En realidad, acabábamos de descubrir el potencial estético que iba a marcar las dos siguientes décadas de televisión, de medios de comunicación, de internet, de política y de cultura: la espectacularización de lo real, la necesidad de realidad, el consumo de autenticidad y de esa “verdad” filtrada, empaquetada, estéril y residual que muestran los televisores cuando Mercedes Milá mira fijamente a cámara y confiesa que ella se mea en la bañera.
Cierto es que la década de los noventa fue la misma que alumbró La lista de Schlinder, La vida es bella, Forrest Gump, Braveheart o Titanic. Pero crecería el interés por el Holocausto, el Holocausto español y demás hechos históricos susceptibles de llenarlos de amores, mentiras, niñas vestidas de rojo, niños jugando con nazis y una muchacha bien bañándose en el mar de Terranova junto al cadáver de su amante pobre... tal amalgama de emoción y lágrimas prepararían el terreno para nuevas ficciones sobre lo real.
En el panorama europeo iban a llegar con fuerza algunos nombres que marcarían época. Roberto Saviano publicó Gomorra en 2006. El anuncio de su condena a muerte por parte de la mafia, que todavía pende como una espada de Damocles sobre el escritor, sirvió de campaña promocional para este libro (ficción, no ficción, qué más da), que desentrañaba el mundo de la mafia del siglo XXI, alejado ya del mito de El padrino. Drogas, prostitución y ritos iniciáticos en la Italia del Sur. Y del Norte. Con CeroCeroCero (2014) tampoco defraudó: arrojó luz sobre los mercados de tráfico de cocaína y se consolidó como uno de los mejores escritores-periodistas sobre realidad del momento.
También Emmanuel Carrère sumió a Francia en una nueva ola realista. En el año 2000 publicó El adversario, novela en la que narraba (a lo Truman Capote) el asesinato de Jean-Claude Romand a su mujer, sus hijos y sus padres. La causa: había estado manteniendo una doble vida que era incapaz de sostener, y ante el miedo a perderlo todo, decidió matarlo todo.
Pocos años después, la academia sueca encumbraría a una novelista de no ficción que, aun publicando en los años noventa, recibiría el gran reconocimiento en el siglo XXI: Svetlana Aleksiévich. Junto a ella, podríamos iniciar una lista interminable de novelas que narran con los mimbres de la ficción hechos históricos, acontecimientos del pasado más o menos conocidos o escenas que marcaron una época: Anatomía de un instante (2009) de Javier Cercas, sobre el golpe de Estado del 23-F; Twist (2011 en euskera, 2013 en español) de Harkaitz Cano, sobre la desaparición de Lasa y Zabala; el best-seller del curso literario, Patria (2016) de Fernando Aramburu, una recreación libre sobre la memoria de la violencia etarra; El gran salto (2017) de Jonathan Lee, sobre el atentado con el que el IRA quiso asesinar a Margaret Thatcher y hacer volar a toda la cúpula del Partido Conservador; Aunque caminen por el valle de la muerte (2017) de Álvaro Colomer, sobre la batalla de Najaf, que sufrieron las tropas españolas desplegadas en Irak en abril de 2004, en pleno traspaso de poderes entre el PP de Aznar y el PSOE de Zapatero.
En 2012, Carrère sorprendió con la biopic sobre el incomprensible Eduard Limónov, el militante nacionalista ruso, aliado de la extrema derecha, combatiente con los Tigres de Arkán en la guerra de Yugoslavia y opositor de Vladimir Putin. Revitalizaría un género sacándolo del espacio convencional de la referencialidad y adornándolo con las armas de la ficción, tal y como haría Elena Poniatowska con Eleonora (2001), El universo o nada. Biografía del estrellero Guillermo Haro (2013) o Dos veces única (2015), retratando la vida de Lupe Marín, escritora mexicana y primera mujer de Diego Rivera antes de que llegara Frida Kahlo.
También se unieron a la revolución de las biografías ficticias (o reales) Jean Echenoz con Correr (2010), en que narraba la vida deportiva y política del atleta checoslovaco Emil Zatopek; Lola Lafon, sobre la brillante gimnasta Nadia Comaneci en La pequeña comunista que no sonreía nunca (2015); Javier Cercas, sobre Enric Marco en El impostor (2014), recreando las mentiras tejidas por este personaje bovariano que llegó a ser presidente de la Amical de Mauthausen y a narrar sus experiencias traumáticas en un campo de concentración en el que nunca estuvo preso; Elvira Navarro sobre la escritora Adelaida García Morales, en su novela (de título elocuente) Los últimos días de Adelaida García Morales (2016). Esta última obra levantó una gran polémica entre las herrumbrosas páginas de El País cuando Víctor Erice, cineasta y exmarido de la escritora, denunció la apropiación de sus nombres y su memoria en una ficción bien documentada, pero ficción al fin y al cabo. Al exmarido no le gustó el retrato de García Morales (pobre y hambrienta), ni que no le consultaran sobre su vida, ni que le pidieran permiso, ni que Elvira Navarro decidiera escribir con total libertad una novela sobre ella.
Cabe añadir una biopic de última hora: Carmen de Mairena. Una biografía (2017), de Carlota Juncosa. ¿Biografía? ¿Antibiografía? ¿Relato de una incomunicación? No solo por el personaje, también vale la pena por el valor de la escritura de Juncosa.
Catherine Millet, Paul Auster, Emmanuel Carrère, Karl Ove Knausgård, Roberto Saviano, Enrique Vila-Matas, Marta Sanz, Elvira Navarro, Justo Navarro, Javier Cercas, Ignacio Martínez de Pisón, Rosa Montero, Pablo Martín Sánchez, Gabriela Ybarra, Esther Tusquets, Soledad Puértolas, Luis Landero, Luisgé Martín, Cristina Grande... en enero de este mismo año la crítica Anna Caballé alertaba sobre el agotamiento de la ficcionalización del propio yo a la que recurrían muchos autores y autoras de los últimos años. Autobiografías deformadas, personajes distorsionados, ambigüedad entre narrador y autor. La nómina de escritores que recurrían al trampantojo era (y es) larguísima. Equivaldría a decir que el interés por la autoficción es enorme.
Subrayaba Caballé la conversión de un recurso tan fresco en su momento en una mera fórmula narrativa (y comercial), en la creciente decadencia del fenómeno y en su inevitable defunción. Sin embargo, como fenómeno ligado a la creación simbiótica entre realidad y ficción, ¿nos atreveríamos a afirmar que el tiempo de lo real está pasando? No hay quien apueste a un sí rotundo.