VALÈNCIA. En la primavera de 1968 la Metro Goldwyn Mayer organizó el preestreno de 2001: Una odisea del espacio. Durante el año anterior, Alex North había trabajado en el encargo de la productora para crear la música del film y como autor había sido convenientemente invitado a la premiere. Sin embargo, Stanley Kubrick, el director de la cinta con el que había compartido proyecto en Espartaco, decidió no avisar ni a la MGM ni a North de que, finalmente, sus composiciones no sonarían sobre la que acabaría siendo una de las películas fundamentales de la historia del cine. Kubrick optaría por las canciones de referencia con las que había rodado, obras de Richard y Johann Strauss, entre otros, con las que sabía que convertía a su obra en atemporal.
Así que North se enfundó su esmoquin, acudió a la cita del Cinerama Theatre Broadway de Nueva York, se sentó en su butaca y desde allí comprobó como ni una sola de sus canciones sonaba a lo largo de aquellas –suponemos, interminables- dos horas y media. Pocas anécdotas reflejan de una manera más fehaciente la maldad de Kubrick de la que no pocos de sus actores han hablado (Kirk Douglas, Malcom McDowell, Ryan O’Neal…). Y pocos autores contemporáneos han abordado la maldad con mayor precisión desde las artes visuales. Algunas de sus ideas troncales en torno al mal, de esos rasgos esenciales sobre el infierno o el apocalipsis, tienen ecos casi tangibles en Voronia, el espectáculo de la compañía La Veronal que se ha representado este viernes y sábado en el Teatre el Musical. Sin duda, la obra del valenciano Marcos Morau -Premio Nacional de Danza en 2013- no se ha mirado explícitamente en la filmografía del fotógrafo neoyorkino y, sin embargo, cuesta poco entender que ambos, en esos largos procesos de investigación con los evangelios o La divina comedia entre sus manos, han tocado algunos de los resortes primarios de lo malévolo en la existencia.
Comentaba Morau en la relajada y enriquecedora charla con el público tras el segundo pase que los textos bíblicos o los de Dante Alighieri “sitúan el infierno en el centro de la Tierra”. Kubrick lo reveló a través de su muy libre adaptación de El resplandor, de Stephen King. De hecho, ese ascensor, que en la novela tergiversada conecta el Hotel Overlook con el cementerio indio sobre el que se construyó, tiene en Voronia una escenografía y sentido idénticos. Una constante en la complejísima pieza del valenciano es el uso del rojo desde el prólogo hasta su final, desde su suelo hasta su presentación textual, con una gama de protagonismos muy bien jugada. Por remitirnos de nuevo y arbitrariamente a Kubrick, en descargo de las limitaciones del que ahora escribe, Eyes Wide Shut es uno de los trabajos más precisos en cuanto a la identificación cromática del mal que, cómo no, se dedica al rojo.
Y hay más rebotes entre las partes, como que en 2001: Una odisea en el espacio suene Gayaneh’s Adagio y en Voronia la apertura de Tristan e Isolda de Wagner, extensiones de cuerdas que evocan estados de indagación similares. Claro que el que aquí se miró en el ballet fue Kubrick, con la intención de que los cuerpos fluyeran sobre la pantalla aunque estos fueran naves (con un dios a bordo, HAL 9000, que concentra esa idea de dios cruel que interviene y que también asoma en Voronia). Son solo caminos cruzados en obras que, no menos la de Morau, están plagadas de detalles como para resonar en la mente del espectador durante días. Quizá más tiempo. Las referencias a la literatura, la pintura o la fotografía son un bombardeo constante en Voronia, algo que se advierte desde que aparezca impresionado el palíndromo latino “in girum imus nocte et consumimur igni" y que Guy Debord rescataría a su manera con su “damos vueltas en la noche y somos consumidos por el fuego”.
Este último concepto podría ser el que uniera todo lo que sucede en Voronia, porque la sensación de desasosiego, de callejón sin salida, de la existencia real de una inocencia (el niño, el gorila) que irremediablemente será atraída hacia las tinieblas, bajando y bajando por ese ascensor, manchándose, contaminándose, pudriéndose… son tan poderosas como asfixiantes. Y todo ello sucede a través de un “código lógico” en el baile, como lo definía Morau ante el público. El de una danza contemporánea tan enriquecida como la dramatización o la escenografía de ese punto de partida que es la cueva más profunda del mundo, situada en el Cáucaso occidental. El lenguaje de sus bailarines es exquisitamente formal o como el autor diría: “ellos no trabajan la obra desde las emociones, aunque espero que las tengan”. Con un delirio de ritmos sincopados y una imaginería propia, esta historia de tinieblas está llena de cadencias que destripan los cuerpos en movimientos imperceptibles, robóticos, telúricos, casi siempre precisos pero nunca accesorios, componiendo otra potente estructura de danza a cargo de La Veronal.
Tempos, cadencias y dinámicas se exponen en un friso griego en movimiento actual que tiene también algo del viaje lúdico al subconsciente de David Lynch. Un viaje del placer curioso a un mundo indeseable -el nuestro- plagado de pequeñas escenas estéticas que vuelven al espectador en algún momento, a veces desde alguno de los usos del lenguaje, a veces desde la gramática coreográfica. Y si 'el diablo está en los detalles', sabemos de la obsesión exasperante de Kubrick -por ejemplo- en los rodajes, repitiendo secuencias durante meses y llevando las producciones a límites físicos de varios años. En el caso de Morau, su maldad está reconocida; incluso para su doble representación en València, el coreógrafo de Ontinyent cambió varias canciones en una obra que no ha parado de mutar desde 2015. Es su manera de trabajar y autoexigirse. Una manera de estimular a sus bailarines, pero también un calvario que mantiene una tensión constante en la representación de cada pasa. Dada la temática, esa exploración del mal en los abismos, no puede más que generar unas tensiones y nuevas aristas de lo más redondas.