ALICANTE. Estar de moda es un precio carísimo. Lo que está de moda y lo que no nos corrompe cada día y a cada segundo. Y realmente, lo que está de moda cada vez viaja menos de la mano de prescriptores de tendencias. Hablo de esas modas rápidas, de las pasajeras, de las efímeras que se ven en fotos de Instagram tras un millón de seguidores en redes. El problema es cuando las cosas que subieron un día bajan al segundo. No es posible estar en el candelero toda la vida. No hay ser humano que lo pueda aguantar ni mente que lo resista. Cuando el teléfono deja de sonar durante mucho tiempo llegan todos los males y hay que estar preparado para ese momento.
Y es que, si la moda y la sociedad han ido de la mano a lo largo de la Historia, hoy, más que nunca, la sociedad en la que vivimos es esencial para entender la moda rápida. Es el resultado de la cultura de la inmediatez en la que estamos metidos. Las redes sociales, por su parte, también han contribuido en gran medida a afianzar este modelo, favoreciendo un consumismo desmedido. Así, la gente joven se niega a salir en sus cuentas de Instagram o TikTok, que actualizan varias veces al día, con la misma ropa. Necesitan nuevas prendas que mostrar y qué mejor que ropa barata para alimentar su imagen. Es el resultado de esos creadores de contenido que nunca repiten prendas en su cuenta. No es posible afrontar un sistema en el que por el mero hecho de ponerse una prenda para una foto personal ya no se puede usar nunca más.
Este modelo, el de conseguir que las prendas estén disponibles en tiempo récord y que las tiendas renueven cada 15 días parte de su stock supone, además de un estrés para las empresas, diseñadores y creativos, una reducción de la calidad de las prendas. Hay un problema en ello y el principal es cuando las personas empezamos a convertirnos en eslabones de esa cadena y perdemos la autonomía.
No es real lo que vemos en redes sociales. Caemos en las redes, que nunca terminan siendo sociales. Creo que en ellas hemos generado el principal estrés de nuestros días. Esa publicación constante, esa necesidad de estar siempre en el candelero, el no subir lo que queremos para mantener una coordinación en nuestros muros e incluso ese estrés que puede generar la espera de likes. Y todo por un motivo: no pasarse de moda.
Soy de una generación que ya nació con el móvil demasiado cerca, pero todavía no soy de aquellos que lo hicieron con él bajo el brazo y en la puerta de la guardería, en lugar de darle el chupete a sus padres, le dan el teléfono en el que venían viendo cualquier dibujo infantil de moda en su carrito. He podido ver cómo las cosas han ido cambiando y el impacto, junto con el miedo, de pasarse de moda se ha convertido en una realidad más presente (a pesar de ya haberlo estado desde tiempos de antaño).
Debemos de ser más recelosos de nuestras intimidades. A mí me pasa como me dijo Elvira Lindo una mañana: “no estoy hecha para llevar una vida en el candelero”. Necesito mis momentos de desconexión. Las mejores cosas que tengo –que no son materiales– no las he compartido en redes sociales, que parece que me importen muchísimo y realmente vivo a mi forma –y con cierto agobio su presencia en mi vida–. Por eso siempre trato de que cada fotografía compartida cale en los demás.
Hay que reflexionar en nuestras filosofías. Porque no somos una imagen perfecta, pero creo que todavía merece la pena. Y eso no tiene nada que ver con redes –que nunca sociales–, seguidores ni modas pasajeras. La ropa está bien, pero mirar más allá es otro rollo. Se trata de querer brillar desde lo más profundo. De subir más alto. De llegar más lejos. De hacer que merezca la pena. Creo que es el momento de dar una vuelta de tuerca. De buscar en los detalles. De analizar el contexto y rebuscar nuestras filosofías.
Y así, sin más, sobre soñar con los pies lejos del suelo, pero con la arena rozando nuestros dedos.