VALENCIA. En 2003 el escritor Juan Manuel de Prada pasó por Valencia dentro de la promoción de su novela La vida invisible, premio Primavera y después Nacional de Narrativa. Durante una comida con los medios habló de uno de sus proyectos paralelos, un guión que había escrito para José Luis Garci sobre el sitio de Baler, el asedio que sufrió durante 337 días un grupo de soldados españoles, los conocidos como los últimos de Filipinas, tras la Guerra de Independencia de este país. De Prada era asiduo al programa en TVE del director y se le pudo ver en él debatir sobre cuestiones como el movimiento Dogma 95 o La balada de Narayama (1983), la obra maestra de Shohei Imamura. Por aquel entonces Garci trabajaba con el productor Enrique Cerezo, con quien había puesto en pie largometrajes como You're the One (una historia de entonces) (2000) o Historia de un beso (2002). Prometía ser un proyecto ambicioso, pero De Prada se mostraba cauto. Acertó. Nunca se hizo.
No era el primer intento de recuperar una historia que había sido llevada ya al cine por Antonio Román con el obvio título de Los últimos de Filipinas (1945). Unos años antes el actor Sancho Gracia pensó en este argumento para renovar laureles. Tampoco fructificó. El clásico pues seguía inalterablemente solo. El largometraje, un filme muy popular durante el franquismo, permanecía como un hito en la historia del cine nacional. De evidentes filias nacional-fascistas, exaltación pura y dura del autarquismo del régimen dictatorial, con esos soldados aislados como metáforas de la España arrinconada tras el final de la II Guerra Mundial, Los últimos de Filipinas había vencido al paso del tiempo gracias a “sus valores estrictamente fílmicos”, tal y como apunta el Diccionario del Cine Español que coordinó José Luis Borau. La presencia de actores como Fernando Rey o Tony Leblanc, el éxito de la canción ‘Yo te diré’ que cantaba Nani Fernández, así como su hábil mezcla de referencias y en especial de clásicos como Beau Geste (1939) o Gunga Din (1939), hicieron del film de Román lo que es: una buena película de aventuras; facha, pero buena. Algo así como nuestro El nacimiento de una nación.
Mientras la industria española deshojaba la margarita de revisar o no la historia de Baler, en 2008 el cine filipino dio la primera nueva versión. No era tan extraño. El episodio de la cincuenta de soldados españoles era bastante popular también en este país. Cuando los soldados reales abandonaron la lucha, una vez tuvieron constancia de que la guerra había acabado, España perdido, y llevaban un año combatiendo por nada, cuando llegaron a Manila fueron tratados y agasajados como héroes. Qué menos. Los tipos habían demostrado que sentido común igual no tenían mucho pero a agallas y resistencia no les ganaba nadie. Así que la industria audiovisual filipina, incipiente, ingenua, osada, no tuvo reparos en lanzar una producción sobre el suceso titulado sintéticamente Baler.
Baler es un ejemplo de película bienintencionada, simple, ante la que no se puede hacer un juicio crítico serio sin sentirse uno mala persona. No cabe ser muy exquisitos con sus errores de ambientación. Tampoco tiene mucho sentido ni sería justo pararse a reflexionar sobre la selección del casting y la presencia de un gran número de actores que interpretan a los españoles con una dicción más propia de Texas o Nuevo México. Ni por el desarrollo dramático. El mero hecho de que en el tráiler oficial se emplee la música de Morricone para La misión (1986) lo dice todo. Protagonizada por Jericho Rosales y Anne Curtis, dirigida por Mark Meily, narra una más que tópica historia de amor prohibida entre un soldado mestizo español y una nativa, con momentos tan naif que resultan tiernos. Fue un éxito en Filipinas por los mismos motivos que lo son aquí en España muchas series de televisión (no hace falta señalar) y tenía una factura muy por encima de la media filipina y española.
También la serie El Ministerio del Tiempo dedicó capítulos a los soldados de Baler, en una circunstancia que tiene poco de azar y después se verá por qué. Las desventuras de Baler contribuyeron de manera fundamental a la progresión dramática de uno de los personajes claves de la ficción creada por los hermanos Olivares, en concreto el que encarna Rodolfo Sancho, hijo de Sancho Gracia. En general la serie de TVE está siendo un modelo a tener en cuenta, ya que se ha aproximado con más tino a la Historia de España en cualquiera de sus capítulos que la mayor parte de las producciones y ficciones basadas en hechos reales que han poblado nuestras pantallas en los últimos años. No en vano Javier Olivares es historiador y eso se percibe en sus guiones, tanto en los de El Ministerio del Tiempo como en los de la primera temporada de Isabel, que a día de hoy continúa siendo insuperable.
Casi tres lustros después de aquella comida de Juan Manuel de Prada, llega por fin a los cines españoles la película, 1898. Los últimos de Filipinas, pero ya sin De Prada, ni Garci… El largometraje mantiene a uno de los implicados anteriormente, el productor Enrique Cerezo, verdadero artífice en la sombra. Para el también presidente del Atlético de Madrid, propietario del negativo del filme de 1945, esta historia es un proyecto personal y en su recuperación hay algo de interés casi se diría que íntimo e ideológico. Así, durante la presentación del rodaje el productor aludió al pasado imperial de España, “un hecho” decía a Borja Hermoso, que el largometraje ayudará a recordar a las nuevas generaciones. El cine, pues, como una herramienta al servicio de la memoria. La cuestión es de qué tipo de memoria hablamos: si la honesta, la que nos ayuda a crecer, o la que embellece el pasado sin reflexionar.
Cabían pues ciertas prevenciones, recelos que saltan por los aires incluso antes de visionar el film si se conocen los entresijos de su producción. Porque Cerezo será visceral, hablará de un modo más o menos elaborado, pero de tonto no tiene un pelo y ha sabido rodearse casi siempre del equipo adecuado. Es conocido también por ser poco intrusivo y confiar en los profesionales a los que contrata. Por eso no sorprende que al final se haya facturado un producto más que digno, exento de moralinas de baratillo y de patriotismo de tres al cuarto. La película que hoy se estrena es, por encima de cualquier consideración, un largometraje bastante respetable. Con un presupuesto de seis millones de euros, cuatro veces más de lo que suele ser media en el cine nacional, 1898. Los últimos de Filipinas ha contado con un realizador más que competente, Salvador Calvo, quien ha dado el salto de la televisión al cine con bastante fortuna; la que se podía esperar de su buena mano. La belleza de la fotografía de Álex Catalán, la música de Roque Baños, así como el hábil uso de los recursos técnicos, mérito de Calvo, hablan de un nivel de producción considerable.
Otro pilar relevante que explica las bondades del largometraje es un reparto de campanillas, de lo mejor que puede dar la industria nacional. Es un hábil combinado de actores puramente cinematográficos como Eduard Fernández, Luis Tósar o Karra Elejalde, y otros más conocidos por sus presencias televisivas, como Ricardo Gómez, el Carlitos de la serie Cuéntame, el siempre eficaz Álvaro Cervantes o los veteranos Javier Gutiérrez y Carlos Hipólito, que han trabajado en todos los medios (teatro, cine, televisión) pero que han alcanzado quizás sus mayores cotas de fama en la pequeña pantalla. Junto a ellos, nombres con futuro como el de Miguel Herrán, descubierto por Daniel Guzmán en A cambio de nada (2015), o la bella Alexandra Masangkay, actriz y cantante natural de Barcelona pero de origen filipino.
Con todo, quizá el valor más relevante, el verdadero elemento diferencial sea el guión sobre el que se sustenta 1898. Los últimos de Filipinas, obra del cubano Alejandro Hernández. De nuevo cabe citar a Einstein y recordar que Dios no juega a los dados. Que sea un hijo de una nación también liberada del yugo imperial español en 1898 el que haya escrito el argumento tiene algo de justicia poética. Pero más si se recuerda que el primer guión profesional que redactó este escritor hispano-cubano estaba ambientado en la Guerra de Independencia de su país y se llamaba 1898. La película, cuyo proyecto fue premiado y subvencionado, no se pudo hacer finalmente, según explica el propio Hernández en conversación con CulturPlaza, porque en 1996 llegó a Aznar a La Moncloa y se suspendieron los acuerdos de colaboración con el país centroamericano. Y sin dinero de España no se podía hacer.
Hernández ha tomado como referencia el guión radiofónico de Enrique Llovet que sirvió de base para la película de Antonio Román en 1945. Se lo facilitó el fallecido productor y cineasta Pedro Costa, quien fue el que le introdujo en el proyecto hace ya unos años, en un encuentro en Torrelodones. Pero el guión de Llovet es sólo el punto sobre el que ha apoyado su palanca para mover el mundo. Aquella historia estaba centrada en el teniente Martín Cerezo (encarnado en la película por Tosar), jefe del destacamento, algo que no convencía a Hernández porque no se sentía identificado con el personaje. Veterano de guerra en Angola, el escritor tiró mano de su propia experiencia y la volcó en el libreto, cambiando el punto de vista y narrando ahora la historia desde la perspectiva de un joven del destacamento de Baler (Álvaro Cervantes) cuya voz en off ya anciano nos guía por la historia. Esto ha hecho que la película esté llena de vida, exenta de clichés, respire verdad y el cartón piedra se manche de sangre.
Curiosamente, la película iba a ser una miniserie de dos capítulos. Es aquí donde entran los hermanos Olivares (ya estaba dicho, todo tiene explicación). A ellos se les encargó la primera versión de esta miniserie. Finalmente TVE, coproductora del filme, y Cerezo llegaron a la conclusión tan evidente como palmaria de que 1898. Los últimos de Filipinas debía nacer o como película o como serie, pero que los inventos esos de miniserie recortada en largometraje solían tener resultados desastrosos. Se decidió no hacer la serie. Pero el guión que había escrito los hermanos Olivares y Arturo Pérez-Reverte no se perdió, al menos no en parte, gracias a El Ministerio del Tiempo. He aquí también la razón de por qué los capítulos sobre los últimos de Filipinas eran tan buenos; estaban muy pensados.
Fue entonces cuando entró Hernández en el proyecto con el encargo de redactar un nuevo texto, el que ahora es película. Según explica, la única imposición que le planteó Cerezo fue que volviera a sonar la canción ‘Yo te diré’, una decisión que le permite a Masangkay lucirse al dar rienda suelta a su faceta de cantante. Dejarle manga ancha, libertad y soltura, renunciar a hacer un mero remake, apoyar el trabajo del director, son decisiones acertadas que explican el porqué esta película es una producción sobresaliente con respecto a otros intentos similares. Narrativamente hablando es impecable. Cuenta la historia. Recuerda a los desertores. Habla del heroísmo y lo contextualiza. También del absurdo de la guerra. Son tantos los puntos a su favor que la puede convertir en un acicate para proyectos similares y servir para que la industria audiovisual nacional deje de mirar al pasado como si fuera un reducto de caspa y enfrentamiento, y aporte nuevas visiones, como han hecho desde siempre en Francia o en el Reino Unido. Mimbres hay. “Tienen unas historias grandísimas en este país”, comenta Hernández. “Hay un complejo absurdo que hace que muchos piensen que contarlas es de derechas. Espero que esta película ayude a quitarse esa idea”, añade. Por el momento la película llega a todas las pantallas de España con visos de permanecer más semanas de lo habitual y ser, por qué no, un éxito. Si lo logra se habrá dado el primer paso para ello.