Espada es de esos señores que escriben columnas de cieno en los diarios, que pontifican contra el feminismo en cualquiera de sus formas o que fundan partidos como Ciudadanos. Tres señales inequívocas de la vejez
VALÈNCIA. Me conmueve la famosa escena de La muerte en Venecia en la que el protagonista, Gustav von Aschenbach, se sienta delante del peluquero y escucha una pregunta inquietante: “¿Me permite usted que le devuelva, sencillamente, lo que es suyo?”. Acto seguido, como por arte de magia, el peluquero le enjuaga el cabello con un agua clara y un agua oscura, y el cabello recupera el negro azabache de su juventud.
Es el momento en el que ya ha estallado la epidemia de peste en las islas venecianas y el caballero alemán observa que los viajeros se abandonan al pánico y emprenden la huida de forma precipitada. La laguna se puebla de muertos y los vivos huyen, pero él vigila la reacción de Tadzio y su familia, deseando que el adolescente polaco permanezca junto a él, jugando en las playas del Lido, mostrando su cuerpo vigoroso y desnudo bajo el sol del Mediterráneo.
Con una sutileza revestida de patetismo, primero Thomas Mann y luego Luchino Visconti, pintan a un Gustav von Aschenbach como un noble señor que, de repente, se siente fascinado por la belleza (pura, ejem) del joven polaco y el espejo, en cambio, le devuelve a sí mismo el rostro de un hombre envejecido. Revisten de casualidad el hecho de acudir al peluquero, dejarse hacer y comprobar que han desaparecido las canas. Es definitiva la decisión de quedarse a la orilla de la playa a la espera de ver (solo de ver) cómo aparece el niño deseado, cómo luce el traje de baño, cómo flota entre los brillos del agua y cómo se le destiñe la cabeza provocado por el calor y por la fiebre que se apodera de su cuerpo enfermo.
Uno siente compasión por la vejez, por la conciencia de la vejez. Yo no digo hacerse mayor (u otros eufemismos), que tiene mucho de nobleza y de sabiduría. Digo hacerse viejo, tomar conciencia de que la plenitud radica en otro tiempo e intentar, de algún modo (de cualquier modo, de hecho) regresar a esos tiempos del éxtasis.
No pienso especialmente que todo deseo sea vergonzoso y toda satisfacción, inmerecida. Pero respeto el pudor y la prudencia, tan cercanos a la cobardía como a la locura. Y respeto también a quien mantiene una conciencia preclara de aquello que le haría perder la cabeza, perder el tinte de sus cabellos e incluso perder la vida misma.
Menos poética es la actualidad intelectual de nuestro país. Un país de élites envejecidas que dominan las moquetas de las reales academias, salones de cristal, platós de La Sexta, departamentos universitarios e incluso institutos de derecho público. Hace cuarenta años diseñaron un mundo a su medida y hoy, como dinosaurios, reclaman su centro en un hábitat a punto de extinguirse. O ya extinguido, quién sabe.
"Rufián, la polla, mariconazo, cómo prefieres comérmela: de un golpe o por tiempos" fue la memorable frase que escribió Arcadi Espada para referirse a la insolencia de Gabriel Rufián durante la comparecencia del expresidente José María Aznar en el Parlamento, quien había acudido para explicar (o desentenderse) de la financiación ilegal del PP. Una financiación, dicho sea de paso, tan acreditada por los jueces como por los acontecimientos.
"Rufián, la polla, mariconazo” es un comienzo abrupto, como de persona atragantada. Todo el mundo está de acuerdo con que el hipérbaton es la hermana tonta de las figuras retóricas, un caos intermitente que impide una lectura clara. Una oscuridad buscada o peor todavía: una torpeza en el lenguaje. Llamar “mariconazo” a diestro y siniestro, en cambio, es magnífico y juega a favor de la visibilidad homosexual y del amariconamiento del lenguaje en general. A estas alturas, ya nadie duda de que es necesario llenar de pluma la expresión cotidiana. Lástima que la imprecación del tertuliano no se estructure en endecasílabos, pues sería el comienzo fantástico de un soneto culteranista.
Espada es de esos señores que escriben columnas de cieno en los diarios, que pontifican contra el feminismo en cualquiera de sus formas o que fundan partidos como Ciudadanos. Tres señales inequívocas de la vejez. Forma parte de esa pléyade de señores que reclaman la atención y la alabanza de los compañeros de bulla, mientras gritan letanías contra un mundo que han dejado de entender: Fernando Sánchez Dragó, Salvador Sostres, Arturo Pérez Reverte, Javier Marías salvando las distancias.
Podrían emplear su tiempo a la meditación y a la escritura desde la cumbre de la experiencia. Escribir Meditaciones, como Marco Aurelio. Sobre la verdad de la vida, sobre el ocio o sobre la felicidad, como Séneca. Legarnos un torrente de sabiduría serena para las generaciones futura. O quizás podrían dedicarse a todo lo contrario: practicar una provocación inteligente, anárquica y subversiva, que removiera las entrañas de todos nosotros, los progres, los verdaderos destinatarios de sus pollazos. Decir, por ejemplo, que comer la polla por tiempos siempre es mejor que a golpes, como sabe todo el mundo. Aprovechar la circunstancia erótica para levantar los estigmas del placer e ilustrar al país con posturas y escenas, en lugar de encubrir con su prosa asmática los renglones torcidos de Dios y de José María Aznar.
Si la provocación sexual acaba sirviendo de coartada para un expresidente del gobierno de un partido condenado por financiación ilegal, significa que eres un intelectual más orgánico que Vargas Llosa y más rancio que Esperanza Aguirre. La vida, amigo mío, no es solo lo que pretendes, sino también lo que provocas.
Hacerse mayor será un proceso inexorable. Otra cosa distinta será hacerse viejo, ponerse gomina o tintarse el pelo de negro, pedir cubalibres o rocanrolear en la pista, difamar a tus hijos y a tu generación o burlarse del lenguaje inclusivo semana sí, semana también. Escribir panegíricos en contra del uso del whatsapp a la hora de sentarse a la mesa, por ejemplo. Denunciar el poco respeto de adolescentes con piercing que no saben tratar de usted a sus mayores. Lamentarse del escaso ‘nivel’ entre las élites parlamentarias de nuestro país.
A esto han dedicado sus mejores páginas estos los últimos años los intelectuales españoles. A tan alta misión pedagógica. Para qué hablar de problemas menores como la migración, la transmutación de piel de nuestra sociedad, la irrupción fulminante de la tecnología o la revitalización de conflictos que parecían olvidados. O yo qué sé... temas que los españoles medios y rubios no terminamos de entender del todo bien. Pareciera que la intelligentsia de academias, salones y platós de televisión ha envejecido con la misma rapidez con la que se disuelven los hielos de su gintonic.
Hacerse mayor es mucho más honorable. Puedes hablar de felaciones, si quieres, sin que sea el anzuelo con que hacer picar al lector para que lea tu texto barroco lleno de ideas molonas contra el desdoblamiento de género, compañeros y compañeras.
Hacerse mayor es menos traumático que hacerse viejo. Y más elegante que sentir cómo resbala por la cara la pringue de la tinta con la que se escriben algunos artículos. Hacerse mayor es reivindicar la belleza. Defenderla incluso de nosotros mismos.