Solo Caparrós es capaz de hablar de la política, la ideología, la historia, la antropología y el deporte interpretando los detalles como si, por arte de la semiótica, todo tuviera un sentido y una misión. Como si pudiéramos interpretar el mundo mediante los goles y las lágrimas
VALÈNCIA. Hay crónicas que valen más que los acontecimientos. Ya pueden ser heroicos o miserables, contener la grandeza o albergar la locura. Ya pueden concentrar con toda su crudeza la condición humana, si es que ese sintagma significa alguna cosa. La condición humana. La condición humana. La condición humana es eso que acuñamos cuando nos embriaga el desconcierto, el dolor de la traición o las ganas de matar irracionalmente. O cuando no sabemos qué decir.
La condición humana es Alemania perdiendo contra Corea del Sur, y uno entiende que en la vida unas veces se gana y otras se pierde. La condición humana es Egipto con cero puntos en la fase de grupos, y uno entiende que en la vida hay quien siempre pierde porque está condenado a la derrota. La condición humana es ser contradictorio y arbitrario, o ni siquiera. Lo único cierto: las máximas son simulacros de sabiduría, por eso incluso hay quien a los aforismos los llama poesía, y los compra en libros ligeros. Y los lee. Y los cita. Pero seamos claros: las frases que más nos gustan no son las que necesariamente nos revelan la verdad, sino las que mejor suenan. La vida es cuestión de ritmo, no de razonamientos.
Una buena crónica evita incluso observar la realidad. De la tauromaquia lo único salvable, aparte de los toros, son las crónicas. Un género tan escogido merecería continuar incluso cuando este país se convierta al hinduismo y respete a las vacas sagradas en lugar de tirarlas al mar como festejo veraniego. Una buena crónica taurina nos reconcilia hasta con el ABC, ese periódico que viene grapado y publica el mejor suplemento cultural del país. Una buena crónica taurina, decía, está llena de giros decimonónicos, palabras en desuso, interjecciones y signos de puntuación por todas partes. Se harta de comas, puntos y comas, comillas y guiones, de modo que atragante a los asmáticos. Es pedante porque sí. Da grima como un mueble antiguo y sucio. Suena como la voz de un señor mayor y con bigote. Es exclusivo como las palabras lidia o verónica, escritas en minúsculas.
La tauromaquia refleja, como ninguna otra actividad recreativa, la condición humana. Y ahora sí que va en serio.
A base de crónicas se construyó la América Latina. Alvar Núñez Cabeza de Vaca recorrió la península Florida, el norte de México, la baja California, escribiendo sus Naufragios en los que narraba la calamidad de la conquista o la ferocidad de los salvajes. El conquistador escribió para lamentarse y arrepentirse, y sus crónicas son hoy el texto que pretende contener los remordimientos de una atrocidad sin precedentes.
América Latina es, desde entonces, el continente de la crónica. Gabriel García Márquez la elevó a categoría novelesca con Crónica de una muerte anunciada. Pedro Lemebel la depravó en Crónicas del sidario. Y en el Río de la Plata fraguó una prolífica tradición que comienza en Roberto Arlt y acaba en Leila Guerriero, Selva Almada y Cristian Alarcón, cobijados todos bajo el manto sagrado de Tomás Eloy Martínez.
No por casualidad la crónica nació en Argentina y Uruguay (si es que no son el mismo país empeñado en enfrentarse). Buenos Aires es el lugar en el que las cosas acontecen para tener motivo de discusión. Votando a Cristina para odiarla. Votando a Macri para protestar por haber vendido la patria a los fondos buitres o al FMI (si es que no son el mismo vertedero). Todo argentino, hombre o mujer, es chamullero a su manera. Porque es mejor inventarse un tango, por ejemplo el día que me quieras, a asumir que el amor existe precisamente cuando ha acabado la música.
Leo a Martín Caparrós como quien sostiene material sensible. Material fungible, como se quieren denominar estas crónicas. Me leo encima cuando encuentro El hambre o Los Living en alguna estantería o en la mesa de recomendaciones de alguna librería. Desearía acudir a todas sus conferencias, sean de lo que sean. Desearía, yo qué sé, viajar con él a Buenos Aires mientras me explica por el camino que, en realidad, la patria argentina lo recibe a uno tal y como es ese país eterno: intenta sacar dinero en un cajero y no le deja, agarra un colectivo y se descompone en medio de la calle, ingresa en el departamento y no funciona la calefacción. Lo leo con pasión, atormentado por no poder explicar mejor un país, una identidad o un acontecimiento.
Lo mejor del Mundial de Rusia de este verano son las crónicas de Martín Caparrós para The New York Times. En una Copa del Mundo en que España no juega bien, Brasil se encuentra automatizada, Inglaterra ha dejado de ser referente, Francia cumple con saltitos de Griezmann, Italia está sentada ante el televisor y Alemania de vacaciones tras la primera ronda, uno es incapaz de reconocer los viejos rencores internacionales y adoptar ciudadanías provisionales durante noventa minutos para sentir la emoción del enfrentamiento. En un torneo en el que apostamos por México y, a continuación, caemos estrepitosamente contra un equipo de quinta fila, podemos constatar que hemos perdido la noción de la épica y del estoicismo.
Todo parece contradictorio y arbitrario en este Mundial, como la condición humana. Nada mantiene su equilibrio. Ninguna regla se cumple. Caparrós inauguró sus crónicas mundialistas reclamando que el fútbol entrara como subgénero dentro de la categoría de ficción. La ficción de la igualdad de oportunidades, con el niño prodigio de la favela que llega a súper estrella tras una infancia de abandono. La ficción de la comunidad, con ese señor que espera a que sucedan cosas horribles para lamentarse al día siguiente al entrar en la oficina. La ficción de la epopeya nacional. La ficción del éxito. La ficción de un Maradona eterno.
Solo Caparrós es capaz de diseccionar el drama de Lionel Messi y conectarlo con la historia y el sentido de un país dirigido, por un lado, por un entrenador que viste camiseta de licra negra y, por otro, por un ex presidente de Boca Juniors. Es decir, un país abocado a la tragedia.
Solo Caparrós es capaz de conectar el himno nacional con la retórica de la infancia y la disciplina de colegio de otro tiempo. “Hoy los mexicanos están felices porque todo fue banal”, dice.
Solo Caparrós es capaz de hablar de la política, la ideología, la historia, la antropología y el deporte interpretando los detalles como si, por arte de la semiótica, todo tuviera un sentido y una misión. Como si pudiéramos interpretar el mundo mediante los goles y las lágrimas.
Solo Caparrós es capaz de conseguir que interese más el Mundial leído en prensa, que en directo por la televisión.