VALÈNCIA. No sé muy bien cómo encarar el artículo de hoy, teniendo en cuenta el estado de crispación, violencia y malestar en el que vivimos últimamente. Me parece casi frívolo utilizar una tribuna pública como esta, cualquier tribuna pública y el privilegio que supone tener un espacio para la propia expresión, para hablar de otra cosa que no sea denunciar que la violencia no es la vía y exigir diálogo y sentido de la responsabilidad a quienes tienen la obligación, hayan sido votados o no, de velar por nuestro bienestar y de garantizar la convivencia. Deber que, obviamente, están incumpliendo.
Hoy tocaba hablar de comedias aquí, según la programación prevista. De comedia romántica, nada menos. La verdad, no sé cómo hacerlo en este momento, aunque puede que, con la que está cayendo, con todas las palabras graves y solemnes que nos están aplastando estos días y con toda la prepotencia e intolerancia que nos rodea, tenga todo el sentido del mundo ponerse a ello y recordar que la risa también existe. Que sin sentido del humor es muy difícil vivir y que un buen diálogo es impagable. Y hasta puede que convenga también hablar de amor, dada la preocupante cantidad de odio que está circulando por todas partes.
En Master of none, en Catastrophe, en Love, que esas son las series de las que iba a hablar, vemos como los personajes se esfuerzan en construir un espacio habitable, un lugar confortable donde sea posible amar y alcanzar cierta felicidad a pesar de los inconvenientes y de los lamentables clichés del amor romántico que tanto daño hacen. Vemos también que la palabra tiene un lugar central, con aquello tan simple y tan precioso de hablando se entiende la gente, los buenos diálogos triunfan. Son series lúcidas y no nos engañan con un “y fueron felices y comieron perdices”, sino que nos retratan un mundo difícil, en el que hay egoísmo, intransigencia, racismo, sexismo y otros males, pero también generosidad, compasión y alegría. No nos dicen “el amor y el bien siempre vencerán”, porque cuesta creer en ello. Pero sí nos dicen “vale la pena intentarlo”, sin perder ni la capacidad de emocionarnos ni el sentido del humor por el camino.
Esta columna se llama Las series y la vida y ahora la vida, por lo menos la pública, gira en torno a un único tema, llámenlo desafío soberanista o fin del régimen del 78 o como consideren, por más que sigan sucediendo otras cosas en otros ámbitos que nos afectan profundamente (mueren mujeres por la violencia machista, el racismo continúa, la desigualdad es cada vez mayor, los bancos nos siguen robando, la hucha de las pensiones desaparece, la corrupción sigue siendo noticia, etc.). Pero lo cierto es que el tema de estos días ocupa no solo el espacio público, también el cotidiano gravita sobre esta cuestión. Nos sentimos mal, jodidos, tanto dentro como fuera de Catalunya. Gente enfadada, con unos, con otros o con todos. Gente decepcionada, triste; en el menos grave de los casos, confusa, y en el peor, discriminada o herida, sea por golpes físicos o psicológicos. Podría seguir poniendo adjetivos (furiosa, deprimida, molesta, preocupada, indignada) hasta agotar el repertorio. No hace falta porque el resumen lo tenemos claro: la cosa está muy fea y nos sentimos realmente mal.
Y es que la empatía cotiza a la baja. Como si no nos gustara, como si fuera una debilidad. Triunfa el pensamiento binario, el mundo en blanco y negro, sin matices, o estás conmigo o contra mí. Es la sociedad de hooligans que denunciaba el otro día en VP Alberto Torres Blendina en un brillante y amargo artículo. O eres fan o eres hater. Sin movernos del mundo de las series, parece que, en cualquier conversación sobre ellas, sea en las redes o en torno a una cerveza, solo puedes ser una de ambas cosas. Si dices “me gusta tal serie”, pasas a ser considerada fan acérrima. Si comentas “no me acaba de gustar”, te llaman hater. Tú, que no te reconoces en ninguno de esos perfiles, intentas matizar y explicar. Llega un nuevo amigo a la conversación y otro le resume rápidamente: “Ésta, que odia la serie”. Tú levantas el dedo protestando, pero ya es tarde, mala suerte. Y si dos días después osas decir, “oye, pues me ha gustado este capítulo”, te replicarán con un contundente “pero si dijiste que odiabas la serie”. Y ya has quedado clasificada. Déjalo estar.
En los mundos de ficción esto se refleja bien. Adoramos a los psicópatas y a los manipuladores, y pedimos que en Juego de Tronos sigan matando a los protagonistas, que parece que han dejado de hacerlo y mueren pocos (no, esto no es un spoiler). Queremos batallas cuanto más sangrientas mejor y nombramos a los capítulos que las contienen como los mejores de la historia, obviando la inmensa importancia de los diálogos. Recalcamos que la política se parece a la serie de los dragones y los caminantes blancos, donde los personajes se rigen por un principio simple: el fin justifica los medios, cualquier medio. Poniente es un mundo en el que las alianzas van cambiando en función de la oportunidad y el cálculo político en busca de un objetivo simple, ser quién más manda, de forma que aquellos que no se rigen según esa regla nos parecen tontos, como Jon Snow. El ala oeste de la Casa Blanca es buena, sí, pero tan idealista, tan ‘buenista’, ese adjetivo de nuevo cuño que se utiliza sorprendentemente como una acusación o un insulto. Esa no es la realidad, nos decimos. Es House of cards, con su presidente asesino y el triunfo de la maldad, los Borgia del siglo XXI. Y sí, ya sé que la realidad ha superado a cualquier ficción, como lo demuestra Trump todos los días. Pero también sé que no es lo único que existe.
Lamentablemente, Juego de tronos se ha convertido en la medida de la política real y sale a colación constantemente. Tal vez sería bueno otro modelo, como me dijo una vez un amigo concejal a quien le robo el ejemplo. El señor de los anillos, mismamente, por seguir en un territorio con sus seres imaginarios y su fantasía. Un grupo de gente diversa, de todos los colores, razas y tamaños, con sus diferencias, se une para acabar con el mal, no para conseguir un trono. Ay, casi les veo sonreir piadosamente mientras piensan que esta columnista es una happy flower que vive en los mundos de Yupi y ha perdido el sentido de la realidad.
Los dramas sí que cuentan la verdad de la vida, caramba, no como las comedias, que el mundo es sufrimiento. Ya, pero no solo. Consideramos a la comedia un género menor, como si reir no tuviera importancia o fuera fácil de conseguir. Pero pregunten a cualquiera que se dedique a la creación y les dirá que es mucho más fácil lograr que el público llore a que ría. Como si no necesitáramos reirnos del mundo y de nosotros mismos. Tanto como respirar. Las vemos y nos divierten, pero solo incluiremos una comedia en nuestra lista de las mejores series si es ácida o amarga o incómoda. En general, nos parece menos realista una ficción donde la gente se ayuda o colabora, a pesar de que son cosas que en nuestro mundo real suceden constantemente. ¿No me creen? Miren a su alrededor atentamente, verán como es así; la vida cotidiana funciona porque no estamos solos, porque colaboramos. Y es que si no fuera de ese modo, sin diálogo, sin empatía, sin respeto, estaríamos muertos y jamás hubiéramos sobrevivido como especie. Así pues, ¿hablamos? ¿parlem?