¿Qué viene después del fin de la historia? A Fukuyama no se le ocurrió que era esto: Italia. El lugar en el que la historia siempre sucede una década antes que en el resto del mundo
VALÈNCIA. Silvio Berlusconi en un colegio electoral con crucifijo al fondo, frente a una activista de Femen que luce con los pechos al aire el lema: “estás acabado”. El condenado por Fraude fiscal, dueño del fútbol y la política de un país, reacciona contrariado porque le han jodido la foto con la papeleta y la sonrisa de dientes blanqueados. A la salida de la votación, comentará ante los micrófonos que, a decir verdad, la chica era guapa. Continuará con el eterno papel de octogenario seductor. Como si esa campechanía borbónica aún resultara rentable en términos electorales.
En pocas horas, Luigi Di Maio, el líder con corbata del Movimento 5 Stelle, y el fascista de Matteo Salvini, de la Lega, no se acordarán del “caimano”, el símbolo de veinte años de Italia, ese señor estirado por fuera y viscoso por dentro al que las instituciones europeas consideran “moderado”. Berlusconi: el emblema que, entre cirugía y cirugía, imputación e imputación, está a punto de enmudecer por la explosión de felicidad en prime time de los populistas y los fachas. ¿Qué viene después del fin de la historia? A Fukuyama no se le ocurrió que era esto: Italia.
Un país cambia cuando cambia su televisión. Y Silvio Berlusconi se convirtió en el magnate de los medios y llenó poco a poco Europa de las mamachicho. El prototipo de la mamma italiana dio paso al de la Cicciolina y Sabrina Salerno, un entretenimiento erótico para disfrutar en familia. Cultura de la banalidad.
Italia, el país pionero del Renacimiento, Risorgimento y Fascismo, el lugar en el que la historia siempre sucede una década antes que en el resto del mundo, abre una nueva página de su historia, y de la nuestra. Será ingobernable, dramática y delirante, adjetivos que no sorprenden a un país en el que manda el Vaticano y gobierna un Presidente distinto cada dos años.
El país de Gramsci y de Pasolini, pero que consiguió un Nobel gracias a las bufonadas de Dario Fo. El país en que la derecha celebra comiendo mortadella la caída de Romano Prodi, il Professore. El país en que a Umberto Eco se le lee cuando manifiesta obviedades sobre el uso de internet. El país de Natalia Ginzburg, Primo Levi o Cesare Pavese, en el que todos están pendientes del informe del arzobispo de Nápoles en el que denuncia las orgías homosexuales de curas de toda Italia.
Quizás esta Italia es inenarrable. Pero hay imágenes bien perfiladas que se le parecen mucho.
Admirado por muchos y odiado por gran parte del país, Paolo Sorrentino acumula fascinación y desprecio a raudales. Los snobs lo califican de sobrevalorado. Los patrióticos, de esteticista. De aburrido. De perverso. O de cínico. La Rai y Mediaset se negaron a pasar en sus canales de televisión la película “Il Divo”, el retrato de Giulio Andreotti, el líder de la Democrazia Cristiana, siete veces primer ministro, que fue condenado por mantener relación con la mafia y que posteriormente acabaría siendo nombrado senador vitalicio.
Il Divo relataba precisamente el juicio a Andreotti: la fe protocolaria de la derecha italiana, la realpolitik que le lleva a vender sus ideales y el futuro de la nación por mantenerse en el poder, la ironía que hacía reír a todo el mundo y las pruebas incriminatorias que lo conectaban con la Cosa Nostra.
Dicen que al líder de la derecha católica no le gustó el film. Y respondió que, en realidad, Sorrentino hacía bien exagerando sobre su vida, porque su vida era tan aburrida que no daba para una película.
Sin embargo, Paolo Sorrentino ganaría un Oscar gracias a “La grande bellezza”, en la que un famoso escritor que solo ha publicado una novela se mueve por la Roma guapa de fiesta en fiesta y de palo en palo. A ritmo de “mueve la colita, mamita rica”. Paseando a orillas del Tíber mientras unas monjas esperan la llegada de una santa decrépita. Aguantando la perorata de la militante de izquierdas que repite los tópicos esperables mientras se emborracha en un ático frente al Coliseo.
La disección de Italia era magnífica: una intelectualidad sin objeto ni capacidad de poder, un postureo constante solo quebrado por la farra, la ridiculez y la cocaína, la fe irracional del Vaticano, el fracaso de la izquierda y la violencia de las costumbres. El protagonista, consciente de cuanto sucede, decide disfrutar de la farsa sin culpabilizarse. Nada puede cambiar en el país, pero al anochecer hay cócteles en el apartamento de algún diseñador de moda.
Netflix lo fichó para contar en “The Young Pope” la historia de un Papa ultraortodoxo. Y está a punto de lanzar su nueva película, esta vez sobre el imperio Berlusconi.
Michela Murgia
Michela Murgia actúa como la mala conciencia del país. Condujo un programa de televisión en el que exponía con serenidad su juicio sobre los libros del momento, y en sus posts de Facebook reflexiona sobre el feminismo, sobre la política y la izquierda perdida de su país.
Amable e inteligente, se preocupó de relatar su país natal, Cerdeña. En “La Accabadora” exponía los avatares de esas madres de alma que suplían su infertilidad cuidando de las niñas de las familias pobres, y que acudían a los pies de la cama de los moribundos para paliar sus sufrimientos con una muerte repentina e indolora.
Ganadora de numerosos galardones, cronista de un mundo rural en extinción, Murgia se reveló como una de las autoras con mayor talento, sensibilidad y pensamiento político de todo el país. Menos panfletaria en sus textos que Erri de Luca. Menos previsible y más sutil. Con la dosis de empatía que produce, alejada del hieratismo del colectivo Wu Ming, el día de las elecciones en Italia escribía en Facebook: “para mí, sarda, en las urnas no habrá nunca una derecha aceptable ni una izquierda creíble que puedan desviarme de la cuestión fundamental de mi isla: la servitud mental que genera dependencia política”.
Disparando a derecha e izquierda, con un programa de mínimos exigente que el partido de la izquierda posible no está dispuesto a cumplir.
Roberto Calasso vs. Roberto Saviano
Roberto Calasso proviene de la estirpe de editores ilustrados a la que pertenecía también Italo Calvino. Militante del arte por encima de cualquier otra aspecto de la vida, escritor fetiche para la literatura académica y para una élite de lectores alejados del mundanal ruido, ha dado a la historia literaria joyas como “La Folie Baudelaire”. Un cúmulo de citas, referencias y reflexiones sobre el arte. Denso y profundo, lo contrario de los tiempos.
Al otro extremo del péndulo, Roberto Saviano continúa con la promoción de su novela “La paranza dei bambini”, “La banda de los niños”. Saviano ha reconstruido el mito de la mafia y del Padrino con historias de las nuevas generaciones mafiosas que, en lugar de traficar con el honor, trafican ahora con armas y cocaína. “Gomorra” supuso un foco sobre el crimen organizado de su país que le valieron la condena a muerte de los clanes, hecho que lo catapultó a la fama y le garantizó dolor y éxito a partes iguales.
Una Italia replicada en “Suburra”, donde la mitología de la Italia rural ha dado paso a la degradación de los barrios periféricos. Una Italia de prostitución y violencia, en conexión con la vida oculta de los cardenales que se refugian en la Plaza de San Pedro. La doble moral de la clase acomodada. La honestidad del trabajador que nunca sabrá que su hijo es un esbelto y bello joven traficante.
La Italia escéptica, cínica y gozosa que se ha impuesto en estas elecciones, tras haber sido imaginada y diseccionada por toda una generación de escritores que han visto el vacío, y quién sabe si lo que viene después.
Italia camina, no hacia la ingobernabilidad, pues siempre estuvo ahí, sino hacia lo desconocido. Desde distintas posiciones, ese desconcierto había sido contado o intuido por voces muy diversas. Voces que hoy resuenan en medio del vacío político.