VALÈNCIA. Ya tenemos nuevo fenómeno de Netflix, ya saben, esa serie que nadie se espera y que acaba siendo un pelotazo (o eso dice la plataforma, porque comprobar los números no está al alcance humano): 66 millones de visionados declaraban hace unos días. Se trata de Los Bridgerton, miniserie británica de ocho episodios que ha sido definida como un cruce irresistible entre Gossip girl y Jane Austen. Lo de irresistible lo dicen por ahí, no es cosa mía.
Ay, pobre Jane Austen. Los Bridgerton es, básicamente, Gossip Girl, solo que con muy estilosos vestidos estilo Regencia (en el vestuario han echado el resto y no lo vamos a negar, fastuoso) y nada Jane Austen. Así pues, si la serie de los pijos del Upper East Side de Manhattan no es lo suyo, olvídense de Los Bridgerton, seguro que encuentran algo mejor que ver o hacer en las ocho horas que dura la temporada. Y para evitar malentendidos y saber qué terreno pisan, ya les avanzo que lo mío tampoco es, y mucho me temo que se va a notar en el texto.
La serie es resultado del implacable proceso de banalización que ha sufrido la obra y la propia figura de la escritora británica, convertida ella y sus creaciones en pobres clichés romanticones, pasto de novelas rosas y pelis rom-com (romance comedy). Sus novelas han quedado reducidas al pobre argumento de “mujeres cazando maridos en la Inglaterra georgiana”. Está de moda, de eso no hay duda: ¡cuántas heroínas de pelis románticas leen Orgullo y prejuicio como si fuera la biblia y buscan su Darcy en cualquier mozo enfurruñado y altivo que aparece en la pantalla! Pero su penetrante observación de la realidad y el retrato moral de una época y unas costumbres pasan desapercibidos o son profundamente malinterpretados. Como es el caso.
El primer capítulo deja las cosas bien claras. Aquí lo que prima es el salseo, el marujeo, el cancaneo y el cotilleo. La acción comienza cuando una narradora anónima, con la voz de Julie Andrews, que se identifica como Lady Whistledown, comienza a publicar una gacetilla de cotilleos donde pone en solfa a toda la alta sociedad de Londres durante la temporada de fiestas de 1813. Gossip girl, efectivamente. Un culebrón lleno de gente más o menos rica y más o menos guapa y personajes trazados a brochazos, porque este es el territorio del cliché.
Cierto es que, según avanza la serie, se van matizando un poco, poquito, algunos de los clichés, pero no se emocionen mucho que la coherencia no es su fuerte. Ejemplo máximo es la identidad de Lady Whistledown, que no les voy a revelar porque yo no soy una cotilla como ella, y que se desvela al final de la serie. Sorprendente, sí, pero por incoherente, ya que resulta ser un personaje a quien hemos visto alejadísimo del conocimiento de la naturaleza humana y de las costumbres sociales de que hace gala la narradora. Que no encaja, vamos.
He dicho antes que este es el territorio del cliché y lo es de forma totalmente autoconsciente, no lo vamos a negar. No pretenden hacer otra cosa. Desde ese punto de vista supongo que funciona, la cuestión es que, si no te gusta ese punto de vista y te cuesta bastante encontrarte en ese universo, difícilmente vas a disfrutar de tanta frivolidad y tanta inconsistencia, por deliberada que sea.
Los Bridgerton es la primera producción de Shondaland, la empresa de la poderosa Shonda Rimes (creadora de Anatomía de Grey o Cómo defender a un asesino, entre muchas otras) tras firmar un millonario contrato con la plataforma, así que todo el mundo la esperaba con expectación. No es obra suya, solo ha puesto su firma detrás, sino de unos de sus lugartenientes, Chris van Dusen, que fue guionista de Anatomía de Grey entre 2005 y 2012, y también productor y guionista de Scandal, otro de los éxitos de Rimes. La serie es una adaptación de las novelas de amor y besos de Julia Quinn, uno de esos artefactos narrativos que supuestamente beben de la obra de Austen desvirtuándola de forma inmisericorde.
Como no estamos en 1813 sino en el muy posmoderno siglo XXI, aquí no solo hay languidez, desmayos y miradas tiernas, también hay sexo. Mucho, porque, obvio, en la época también follaban y eso no lo contaba Austen. Desde un punto de vista temático, en realidad desde cualquier punto de vista, es lo único interesante de la serie, que podría leerse como el acceso a la actividad sexual y al placer de la protagonista femenina. También hay embarazos inoportunos, algo de homosexualidad y hasta alguna que otra orgía. Todo ello para lucimiento de los guapos protagonistas, sobre todo los masculinos que, con cualquier excusa (y no solo sexual) se quitan la camisa y muestran modernísimos abdominales de gimnasio para regocijo de la audiencia. Porque sí, son guapos, esto es innegable. Un poquito sosos también, y, particularmente el protagonista masculino, Regé-Jean Page, más bien justito en el desempeño actoral, pero como no es lo esencial, tampoco hay que ser exigentes.
Y hay muchos colorines, bellos paisajes, trajes de ensueño, palacios y jardines. Y miradas intensas y fogosas. Y, por supuesto, versiones de canciones actuales interpretadas al modo antiguo. En resumen: todo es muy bonito y resultón. Y bastante tonto, cuando no irritante. Será que yo no soy su público.
En plena invasión de culebrones turcos, Netflix está distribuyendo una mini-serie de este país que lo que emula son las grandes producciones de HBO. Historias muy psicológicas en las que todos los personajes sufren. El añadido que presenta esta es que refleja la división que existe en Estambul entre las clases laicas y adineradas y los trabajadores, más religiosos. Sin embargo, una escena en la que un hombre se masturba oliendo un hiyab ha desencadenado reacciones pidiendo su prohibición