Ona i salubre,
escuma de la vida
que envoltes l'illa.
L'horitzó en remet
a l'hora baixa sagnant
dels meus somnis muts.
(Nora Albert)
A esta isla que soy, si alguien llega,
que se encuentre con algo es mi deseo;
manantiales de versos encendidos
y cascadas de paz es lo que tengo.
Un nombre que me sube por el alma
y no quiere que llore mis secretos;
y soy tierra feliz que tengo el arte
de ser dichosa y pobre al mismo tiempo.
Para mí es un placer ser ignorada,
isla ignorada del océano eterno.
En el centro del mundo sin un libro
sé todo, porque vino un mensajero
y me dejó una cruz para la vida
para la muerte me dejó un misterio.
(Gloria Fuertes)
VALÈNCIA. Pequeños muros de piedra bordean la carretera que atraviesa la isla de este a oeste, como la espina dorsal del un animal dormido. Maó, Alaior, Es Mercadal, Ferreries, Ciutadella. Una cuadrícula terrosa distribuye las grandes extensiones de tierra, de bosque, de campos que impiden ver un mar que se intuye cercano, pero que no se deja ver durante la travesía. Muros, piedras, campos, bosques, masías desvencijadas por cuyos caminos aún pasean caballos y todoterrenos, y cuyos establos revelan que, pese a la decrepitud, aún albergan vida dentro de ellas.
Coches de alquiler con pegatinas que indican la compañía, camiones pesados que entran y salen de los arcenes, donde cargan y descargan tierra y alquitrán, y camionetas de reparto que recorren los pueblos del interior avanzan entre los campos cercados en los que las vacas buscan la sombra. Observan, a lo lejos, la caravana de veraneantes y trabajadores en un flujo continuo que apenas inquieta la paz en que viven.
Pareciera que en una isla, el mar es el elemento definitorio sobre el que construye su imagen, su identidad y su forma de vida. La pequeñez del mundo. Los límites de la vida cada vez más estrechos. La imposibilidad de caminar hacia otro lugar, como en una huida frustrada que llega al mar y obliga a dar la vuelta. El mal de la isla. La condena a permanecer encerrado entre muros de agua.
Pareciera que en una isla, más que la propia isla, es el mar lo distintivo. Y sin embargo, Menorca, esa isla que ha aprendido de las demás, de Ibiza, de Mallorca, de Formentera, a no ser tumultuosa, es una isla de tierra. Tiene el sabor a queso de vaca, unos quesos enormes, cuadrados y aplastados por el peso, amontonados unos encima de otros; tiene el sabor del picante de la sobrasada y de los embutidos que cuelgan sobre tablas de madera y que sudan aceite rojo, gota a gota, con paciencia, manchando el papel secante que colocan en la parte inferior de la vitrina. Menorca es más masía que apartamento en primera línea de playa. En el puerto de Ciutadella y de Maó rellenan los calamares con sobrasada y ofrecen queso como especialidad del lugar. Porque en Menorca el mar no es suficiente. Al contrario, el mar es la frontera que empequeñece un territorio fértil, rural, campesino. Como si Menorca quisiera ser una enorme granja a la que le sobra el mar. Al que tolera. Al que aguanta como elemento irremediable.
Menorca soporta a los veraneantes con asombrosa indiferencia: ni son el maná contemporáneo, ni son la perversión de los tiempos. Existen, eso es todo. Existen, pasean, comen, bucean, saltan de las rocas, viajan en barco, se duermen al sol, se marchan. Algunos pueblos de Ciutadella parecen Magaluf por su estética kitsch de arcos, banderas internacionales en los restaurantes, estatuas de delfines en las rotondas, ferias de tiovivos y toboganes hinchables que abren a primera hora de la mañana. Los restaurantes sirven pizzas de cualquier manera, y platos de pasta con nata o con tomate boloñesa. Y calamares con sobrasada. No obstante, por la noche el mundo se paraliza, las luces de la feria se apagan, la oscuridad acompaña al silencio y los turistas se encaminan con sus pantalones pantalones cortos y sus sandalias hacia los apartamentos, que esperan en silencio.
En una de las esquinas, un pub irlandés ofrece cócteles antiguos. San Francisco. Sex on the beach. Menorcan Dream. Cuando llegan, son de color azul y sabor tropical, como un helado de hielo o un batido de frutas. Un loro de cartón con plumas decora la pajita y una bengala hace la entrada triunfal. El buen gusto de los años noventa. En el interior, la noche avanza a ritmo de karaoke. Alguien canta una canción de Elton John. De repente hemos vuelto a los noventa.
Al otro extremo del complejo, se esconden las casas con jardín y piscina. Plantas bajas con paredes blancas y cristaleras enormes. Vistas al mar. Mercedes a la puerta. Setos que delimitan la propiedad. Pequeñas puertas de madera, casi de adorno, que dan paso a los bulevares de la urbanización. Hasta aquí no llega el ruido de las vacaciones. Menorca, la extraordinaria Menorca, es aquella que se esconde y mira al mar desde lo alto. Binibèquer es lo más visible del lujo silencioso; en los caminos que llegan hacia el pueblo de muros blancos se dispersan caserones antiguos, mansiones y chalets que apenas quieren mostrar su imponencia. Ese lujo no es el nuestro.
La cabeza se embota y se instala un dolor permanente cuando sopla el viento de tramuntana. Pese a todo, es una isla azotada por el viento y el mar. Las playas del norte se llenan de medusas y la marejada impide el baño sobre aguas cristalinas. El sur, en cambio, permanece al abrigo de los vientos del norte. Una brisa llega hasta la arena y empuja hacia el mar, y el sol parece menos caliente.
Cala Macarella y Macarelleta, Turqueta, Galdana, En Porter, Son Bou, En Blanes... nombres de una geografía exótica. De arena fina. De roca rugosa. De acantilados y montes de pinos que llegan al mar. De cabras que escalan sobre las piedras. De veleros en una superficie cristalina en la que se ve la propia sombra del barco, el brillo del sol sobre las aguas, los cuerpos cayendo desde la altura y sumergiéndose mientras una GoPro graba las piruetas en el aire. Nino Migliori en el aire. Martin Parr en la arena. Estrella Damm en todas las publicaciones de Instagram. Mediterráneamente.
A la vuelta, queda en la memoria una imagen. La quietud a la hora de la siesta bajo la pinada que llega al mar, en una cala remota. El libro sobre el pecho. El ruido de los pájaros. El viento del norte. La cerveza fría. El frío del agua. El paisaje submarino a vista de snorkel, el salto desde las rocas, la sensación de bienestar del agua y del mar. Las avispas que se amontonan sobre la cáscara de una sandía. El pijerío a las puertas de la Cova d’En Xoroi. Las horas muertas.
Y sin embargo, Menorca es otra cosa y trata de recordarlo a cada instante. Menorca es una isla de tierra con un mar por accidente. Venera el campo y soporta el agua. Permite que el visitante entienda otra cosa y que no perturbe la paz del territorio. Y en esa fantástica contradicción está la clave de su supervivencia. Y de su belleza extraordinaria. De su belleza silenciosa.
Madrid como capricho y necesidad. Me siento hijo adoptivo de la capital, donde pasé los mejores años de mi vida. Se lo agradezco visitándola cada cierto tiempo, y paseando por sus calles entre recuerdos y olvidos.