VALÈNCIA. La playa se ha convertido en un lugar de acontecimientos. En ella, como si se tratara de una escena distópica, se revelan en ocasiones las noticias del telediario. El año pasado, sin ir más lejos, los bañistas de la playa de los Alemanes, en Zahara de los Atunes (Cádiz), presenciaron el arribo de una embarcación con una cuarentena de inmigrantes que, nada más poner los pies en la arena, se lanzaron a correr por entre las dunas y las toallas, escapando del control policial, que no tardaría en llegar, y de los objetivos de los móviles, que grabaron esa escena patética.
Patética y dramática, como los gritos de sorpresa de los veraneantes, quienes asistían atónitos a la manifestación de lo real bajo el sol de sus vacaciones.
Todavía peor fue la escena de Pozzallo, una localidad al sur de Sicilia. En plena crisis del Aquarius, un grupo de danzantes fortalecía el físico a primera hora de la mañana en la sesión matutina de aquagym, mientras al fondo se deslizaba lento el Alexander Mersk, un buque danés con 113 migrantes a bordo. En una de las secuencias, las bañistas practican algo parecido a un saludo al sol, mirando directamente al buque, mientras las olas les salpican en los glúteos y posteriormente se desplazan a derecha e izquierda, dando saltitos marinos, siguiendo una coreografía popular.
Un espacio colonizado para nuestras vacaciones no puede convertirse en el escenario de todas las tragedias universales. Manteros, pateras o narcos que descargan los fardos a plena luz del día en las playas de La Línea de la Concepción. Si fuéramos cínicos, y si no fuera tan atroz, diríamos que no hace falta tener Netflix en primera línea, o que en lugar de libros deberíamos recostarnos sobre la hamaca y dejar que la vida acontezca.
Cinismo aparte, nunca habríamos imaginado que la contundente realidad que nos sirven racionada en las noticias llegaría a la arena donde leemos nuestras fantasías. Que esas fantasías competirían con la crónica de sucesos y con las explicaciones del Ministro del Interior.
No existe mayor felicidad que leer en la playa. Un lugar dedicado al reposo y al bronceado de la piel requieren de tiempo, más que de espacio, con lo que nos obligan a permanecer durante horas en un mismo lugar, sentados, paseando o tomando un baño. Alternando la actividad mínima y el reposo.
Hay tantas playas como libros. También unas y otros cambian. Y no me refiero a que hay tantos tipos de playas como de libros. No. Es más complejo. No nos bañaremos nunca en la misma playa, adaptando el razonamiento de Heráclito, pero tampoco leeremos nunca el mismo libro, aunque tenga las mismas palabras, aunque cuente la misma historia, con el mismo tono y el mismo ritmo. Nunca. Porque entre página y página, entre baño y baño, seremos nosotros los que habremos cambiado.
Quizás el mejor libro de amor que se haya escrito jamás (y al final del párrafo se entenderá esta absurda exageración) sea El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez. Durante años pensé que nada podía superar los Cien años de soledad, y me equivocaba. Ese era el gran temor de Gabo al recibir el Premio Nobel en 1982, dejar de escribir una novela maravillosa tras el gran galardón. Y sin embargo, en 1985 alumbró el extraordinario arranque de El amor en los tiempos del cólera: “Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados”.
Y sin temor a lo cursi y a lo ridículo, o aceptando quizás que el enamoramiento está indisolublemente ligado a la cursilería, García Márquez pergeña una escena de amor con dos ancianos sobre un barco que sube y baja por el río Magdalena: “El capitán miró a Fermina Daza y vio en sus pestañas los primeros destellos de una escarcha invernal. Luego miró a Florentino Ariza, su dominio invencible, su amor impávido, y lo asustó la sospecha tardía de que es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites. ¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo? le preguntó. Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches. Toda la vida – dijo".
Un libro remite a la playa en la que lo leímos y a la historia de amor que nos abatía en ese momento. Leí el final de Chesil Beach en un acantilado de Biarritz, mientras mis acompañantes dormían la siesta sobre el césped. La novela de Ian McEwan contaba el tormento de la noche de bodas entre los recién casados Florence Ponting y Edward Mayhew, quienes a partir de su aversión al sexo provocada por los códigos morales de la época, deciden romper su matrimonio para siempre.
La novela me pareció inquietante y profunda, aunque no recuerdo nada más allá de su evocación de la fachada cantábrica, mientras mis compañeros dormían y yo me cobijaba bajo un árbol frente al mar, y todo parecía extraordinario. Nunca volveré a leer Chesil Beach.
Con Maylis de Kerangal viajé a las playas de Bretaña. La novela que más me ha conmovido los últimos años ha sido precisamente Reparar a los vivos, la historia de la muerte de Simon Limbres y de la terrible decisión de sus padres de permitir o no permitir que el corazón de su hijo en muerte clínica sea trasplantado a otra persona que lo está esperando. “Lo que es el corazón de Simon Limbres, ese corazón humano, desde que se aceleró su cadencia en el instante de nacer cuando otros corazones se aceleraban a la par, saludando el evento, lo que es ese corazón, lo que lo hizo brincar, vomitar, engordar, danzar liviano como una pluma o pesar como una piedra, lo que lo aturdió, lo que lo hizo derretirse: el amor [...], nadie podría pretender conocerlo”.
Nunca he estado en las playas de la Bretaña, pero cada vez que leo el fragmento de Kerangal tengo la sensación tan francesa de estar mirando un paisaje hermoso y aburrido. Conocido en cualquier caso. Más conocido incluso que las playas de Tailandia que recrea Michel Houellebecq en Plataforma, mucho más gozosas. Plataforma es esa novela kamikaze que explora las depravaciones de los europeos en los paraísos sudasiáticos y la compraventa sexual de mujeres, adolescentes y niñas, y que a su autor le valió la censura pública de cierta crítica, que vio en ella una apología de la pederastia o una inmoralidad en el tratamiento amoral de la sexualidad, del deseo y del poder del dinero europeo.
Extendido en la arena de Koh Lanta, me he sentido siempre lejano a ese mundo de Houellebecq, como si sus páginas me descubrieran en realidad lo que latía bajo esa quietud de las palmeras, de las piscinas de los resorts y de las sonrisas de los camareros que se recogían el pelo en un tocado coronado con una flor.
No nos bañamos nunca en la misma playa ni leemos nunca el mismo libro. E incluso hay ocasiones en que tampoco reconocemos el paisaje que leemos y que tenemos delante al mismo tiempo , ni los mismos nombres o las mismas inquietudes y temores que conservamos cuando pasamos página y dejamos el libro sobre la arena.