VALÈNCIA. Hablábamos la semana pasada de coleccionismo y acumulación. Las diferentes reacciones cosechadas por el artículo me hicieron pensar y llegar a la conclusión de que el acumulador nace, no se hace. Recordé por ejemplo los años en que me iba todos los días a una juguetería a mirar los muñecos de los masters y desearlos, porque no podía hacer otra cosa. Un vecino tenía el castillo de Grayskull, a Fisto, a Yitsu, a Man at Arms, hasta a Teela ¡y el que era una abeja sin manos, que no podía coger cosas! Yo me tuve que conformar con un He-Man armadura mágica e ir tirando con eso. Fue una desigualdad muy dura de llevar. Al menos hasta que en un cumpleaños me las arreglé para poner a todo el mundo de acuerdo y que solo me regalaran masters. Por fin pude jugar de modo que hubiera más de un interlocutor de He-Man armadura mágica. Y hasta ahí, pedí mucho el Castillo de la serpiente, fascinado por su micrófono, pero no me lo compraron.
Ahora mismo no tengo grandes recuerdos de los masters. De hecho, recuerdo más desearlos que disfrutarlos. Eso no era más que una muestra de alineación capitalista. No puedo decir lo mismo de los clicks, con los que desarrollé mil aventuras con la imaginación, o de un cajón de soldados de plástico legado por mis primos con los que hice la guerra a placer, cual Napoleón, con decenas de unidades desplegadas por toda la habitación. Los masters, en cambio, eran un poco chorras, cuando no ridículos, como Moss Man, un perro verde erguido, o Clawful, mitad hombre, mitad txangurro. Los brainstormings donde se crearon no pudieron ser serios, tenían que estar descojonándose de risa, mofándose de los niños. “-¿Te imaginas que hacemos uno que lo único que haga sea estirar el pescuezo? –Venga, concedido ¡llámalo Mekaneck!”.
En fin, todo esto quedó en un agridulce recuerdo del pasado. Lo mismo que nos enganchábamos a los congelados Flash, pues también nos pasaba con juguetes trend anunciados en televisión. Lo importante era salir a tiempo, que pasasen los años y dedicarse a algo mejor para la salud mental, como por ejemplo, yo qué sé, la droga mismamente.
Pero no, no quedó ahí. Cuando llegó Internet y nos enteramos de todo lo que pasó en el siglo XX ampliado y regurgitado cuarenta veces más los aniversarios, la historia de los masters me hizo partirme de risa todavía más con lo absurdo que era todo esto. George Lucas había hablado con Mattel para ofrecerles los muñequitos de La guerra de las galaxias y en la empresa no lo vieron. Cuando luego el hombre se hizo mil millonario con los muñecos, Mattel, que parecía una empresa cultural española, se volvió loca para sacar algo que hiciera la competencia. Luego dicen que las IA hacen engendros, pero estos pensaron en algo medio medieval que tuviera que ver con el espacio e introdujera ciborgs y teriantropía y a los creativos les salió Modulok y los anteriormente citados, para posicionarlos en un mercado donde mandaban Han Solo y su perro, que también se las traía.
Las ganas de reírme con esto me llevaron a apuntar en mi lista el documental con nombre de libro anglosajón, Power of Grayskull: The Definitive History of He-Man and the Masters of the Universe, de Randall Lobb y Robert McCallum, a la sazón productores de Turtle Power: The Definitive History of the Teenage Mutant Ninja Turtles, del que ya hablaremos. Tenía interés por ese momento tan español de despreciar una buena idea y luego, al constatar la cortedad de miras, convertirse en el mayor explotador de la idea convirtiéndola en una parodia lamentable.
Y resulta que empiezan con este asunto desde el minuto uno. Parece que las ventas de productos de películas eran complicadas. Las licencias eran caras y las fiebres, efímeras. Estaban escarmentados después de sacar, precisamente, los muñecos de Furia de titanes, lo que me llama la atención porque estos sí que me hubiera gustado tenerlos seriamente, era una de mis películas favoritas de niño. El caso es que el negocio era turbulento y complicado, llegó Lucas con su propuesta y pasaron. Al poco tiempo, cuando eran los juguetes más vendidos se quisieron resarcir.
Los documentos rescatados del brainstorming decían de mezclar fantasía, el espacio y lo militar. Con fantasía, se referían concretamente a bárbaros. Resulta que estaban trabajando en Conan, de la que tenían la licencia y, cuando ya tenían los diseños avanzados, se encontraron con que la película no era para niños (en teoría) sino que tenía violencia y desnudos. Antes de asumir un nuevo fracaso, tiraron por el camino del medio y ese es el origen de los Masters del Universo.
Los primeros diseños son todavía más escalofriantes que lo que tuvimos. Uno iba a tener, en lugar de cabeza, un carro de combate. Al final, de un diseño que había hecho uno de los dibujantes para pasar el rato, un bárbaro, salió He-Man. Musculado porque la marca había sido acusada de hacer muñecos debiluchos. El rollo era ir añadiendo el sufijo –man, así salió Sea-Man, por ejemplo, en un no parar, en el que el chiste se hace solo y parece que luego fue convenientemente modificado y llamado Mer-Man, cercano al término con el que insultan los fachitas. Paul Cleveland, uno de los que arrancaron el proyecto, admite que sus ocurrencias al principio eran “muy estúpidas”.
La novedad que introdujeron fue la musculatura. Nadie había hecho semejante cosa. Y funcionó en el acto. Los niños enloquecieron. También hubo otro detalle que era rigurosamente cierto, los accesorios lo eran todo. A los niños nos molaba que hubiera muchos, así que se lanzaron a diseñar complementos, idea que tomaron prestada de Barbie nada menos. La ocurrencia de que hubiera que juntar las dos espadas, la de He-Man y la de Skeletor, que se pudieran unir en una única y verdadera era realmente brillante. En ese punto del documental me empecé a dar cuenta de que no me lo pasé tan mal con esos plasticorros. Eso sí, todo lo demás fue copiar directamente los dibujos de Frank Frazetta. Tal cual, le dijeron a un ilustrador de la casa: “hazlo como él”.
Curiosamente, los cómics y las historias “más elaboradas” llegaron después, cuando lo normal es lo contrario. Con ello empezaron a darle algo de sentido a ese universo que estaban creando. Y por último, los dibujos animados. Si los echaron en España, yo no lo recuerdo. Lo que no se me olvida es que mi madre me llevó a ver la película al cine y no pude salir más decepcionado. No porque fuese mala o buena, sino porque no tenía nada que ver con lo que yo creía que era la leyenda.
El documental se detiene en los dibujos animados pormenorizadamente, se conoce que eso es lo que más marcó a los estadounidenses. Y luego vuelve a subir el interés cuando se explica cómo llegó la segunda generación de muñecos, que es la que más de lleno me golpeó a mí en los ochenta. El proceso era lógico, si vendían como churros la única salida posible era diseñar más. Hasta 1987 fueron lo más top. Lo alucinante es que hubiera diseñadores originales, como Mark Taylor, que se indignaran “porque iban a hacer lo mismo que con Barbie”. ¿Qué esperaba? ¿Que lo dejasen ahí e hiciesen una cátedra de He-Man en la Sorbona que no parase de soltar papers sobre estudios comparados interdisciplinarios y de género sobre los masters?
Pues el tío salió de la empresa, se fue a montar las Tortugas Ninja, por cierto, y le sustituyó Martin Arriola, que es el que elevó el nivel de delirio a categoría Premium y por ello sale con una camiseta en la que pone su propio nombre en el pecho. Ojo.
Lo primero fue la armadura mágica, creada con la tecnología de los coches de Hot Wheels para abollar los vehículos en la pista de pruebas. Gran juguete ese. Y después vino puro reciclaje, clonar piezas que ya habían hecho para crear nuevos personajes parecidos con ligeras variantes. Esa fue la mutación o salto evolutivo de Beast Man en Moss Man. Misma pieza, pero con pelillo verde. Con Stinkor hicieron lo mismo, la mofeta, que se suponía que olía mal, pero emitía una fragancia extraña, como a detergente, supongo que cancerígena.
Una mofeta con armadura, francamente, era un genuino delirio, pero ahora me viene a la mente la fascinación que generaba, la expectación. Aunque, como tantas cosas en el mundo del capitalismo y los niños, luego era un tanto decepcionante o, pasada la emoción inicial, no valía para nada. Aparte, que quien tuviera Stinkor, y lógicamente guardase todos los masters en la misma caja, luego le olían todos a esa cosa.
Vagamente recuerdo el final de la historia, el He-Man del espacio exterior. Puede que lo viese anunciado en televisión cuando ya me daba igual todo esto porque era un tipo duro que compraba cigarrillos sueltos en el kiosco. Aquí lo pintan como el final de la gallina de los huevos de oro. Los ejecutivos llevaron el desarrollo del producto hasta la extenuación del público y se pasaron de frenada. Algunos de los entrevistados opinan que, de haber acotado la colección a los personajes originales, todavía se seguiría vendiendo. Los últimos modelos no se parecían en absoluto a los primeros, eran más pequeños y, como dicen en el documental, “endebles”.
Ahí acabó la historia, luego vinieron los revivals y rediseños que dios guarde muchos años, pero mi interés en ellos es muy modesto. Lo que me gusta es la obra de arte que es, en su conjunto, la idea y su ejecución. Una mezcla de errores, plagios y huidas hacia delante que, paradójicamente, fue un exitazo al que hubo que dotar, a toda velocidad, de un corpus narrativo. Un desastre tan absoluto que solo puede tener sentido en el capitalismo, los años ochenta y mi generación, que quedó duramente dañada por todo este tipo de dinámicas