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HISTORIAS DE CINE

Se ha escrito un western: Tarantino golpea dos veces con ‘Los odiosos ocho’

El director estadounidense firma una película a la altura de su talento con esta revisión del género desde una perspectiva inesperada

15/01/2016 - 

VALENCIA.  Las cuerdas de la orquesta vibran. La pantalla en negro se clarifica y deja ver una montaña cubierta de nieve. Es un paisaje de postal pero la tensa nota musical advierte que no hay belleza en lo inhóspito. Una bandada de pájaros alza el vuelo. Huyen de allí, a la izquierda, quizá el sur. Una valla de madera desvencijada se pierde por el horizonte. Los árboles, desnudos, parecen ser los únicos habitantes de este territorio abandonado, este infierno blanco. Aparecen los primeros créditos. El diseño, con colores chillones, amarillo fosforecente (¡!) y relieve rojo en el título (¡¡!!), parece gratuito pero no es inocente. 

Nada en Quentin Tarantino lo es. Desde que epatara el panorama cinematográfico con su inteligente Reservoir Dogs (1992) Tarantino ha hecho de cada película un juego cinéfilo, una obra donde volcar influencias y referencias sin descanso, tamizadas por su particular concepción de la narrativa cinematográfica, tan deudora ella del cine clásico, del comercial de los sesenta y setenta, y del teatro. Sí, los créditos recuerdan al spaghetti-western; la música es de Ennio Morricone, por si fuera poco. Sí, la premisa de partida y algunas secuencias (ese sheriff perdido en medio de la nieve recogido por una diligencia a la que se sube un cazarrecompensas) son prácticamente calcos de El gran Silencio, una película franco-italiana de 1968 dirigida por Sergio Corbucci, el mismo que fue el autor de Django (1966), la película que a su vez inspiró el anterior western de Tarantino, Django desencadenado (2012). Sí, Los odiosos ocho es una llamada de atención para que no se olvide el género, para que siga vivo en el siglo XXI, construida a partir de miles de retales (que van desde el cine de artes marciales a las series de televisión del oeste norteamericanas). Pero no sólo. Realmente Los odiosos ocho, su nueva película, que se estrena este viernes en España, es mucho más que un homenaje al género que inventaron Sergio Leone, Clint Eatswood y centenares de profesionales a este lado del Atlántico. Porque con Tarantino todo es más. 

Es además una broma, un inmenso tren de juguete tan brillante como siempre, quizás más maduro, más tranquilo, de una violencia más contenida pero muy violento a la postre, y cómo, que contiene en su seno otro homenaje, también cinéfilo, cómo no, y además a un género denostado entre los guardianes de las quintaesencias cinematográficas. Porque el guilty pleasure de cualquier cinéfilo de pro no es la comedia chabacana, ni las películas de atracos, ni el western: es el cine del quién-lo-hizo, las películas de whodunit. Un whodunit junto a un western. Qué gran idea. 10 negritos (René Clair, 1945) vs El dorado (Howard Hawks, 1966). Qué cóctel. Como bien apuntaban Alain Silver y James Ursini en su artículo ‘Neo-Noir americano: 1990 y más allá’, “en muchos aspectos, Quentin Tarantino ejemplifica el enfoque pastiche del cine posmoderno”. Y nadie sabe hacer pastiches cómo él. 

Todos sabemos qué es un whodunit en cuanto nos citan la referencia madre, la premisa canónica: Agatha Christie. Los whodunit son a veces una broma. ¿Quién mató a Sir James en la biblioteca? Como material cinematográfico, empero, no han gozado de gran predicamento entre la crítica. Son películas presa fácil del spoiler; y si un largometraje no sobrevive a un spoiler es que no es tan bueno. Se las suele considerar películas tramposas. La culpa de este anatema viene en parte por Alfred Hitchcock quien en su libro de entrevistas con François Truffaut desprestigiaba este género simbolizado por abuelitas que resuelven crímenes en la campiña inglesa mientras toman té con pastas. “No olvide” le decía el maestro británico al maestro francés, “que para mí el misterio raramente es suspense. En un whodunit no hay suspense sino una especie de interrogación intelectual. El whodunit suscita una curiosidad desprovista de emoción, y las emociones son un ingrediente necesario para el suspense”. Algo de razón tenía, para qué negarlo.

Pero Tarantino es Tarantino y su cine tiene otro valor. El juego no es sólo saber si alguien va a matar a alguien. Ni que transcurra en un paisaje westerniano. Ni las emociones. Que las hay. Lo qué va a pasar es importante, la sorpresa es importante, el escenario es importante, el vestuario es importante, pero nada es esencial. Lo que de verdad importa es cómo está contado. Es la obligación de cualquier cineasta que se precie. Haciendo uso del chiste fácil, la gracia de una película como Titanic es que nos entretenga aunque sepamos que el barco se hunde. Tarantino hace eso y más. Titanic, de hecho, habría sido más divertida en sus manos.

Los entresijos del argumento de Los odiosos ocho, retorcido, brillante, son múltiples. Repleta de diálogos ocurrentes, discursivos y enrevesados, sorpresas y giros, la película, que va de menos a más, narra cómo ocho personajes de muy diferentes condición marcados por el signo de Caín (dos cazadores de recompensas, una asesina, un sheriff de dudoso pasado, un vaquero, un mexicano, un verdugo y un general confederado derrotado) se dan cita en una parada de diligencias, en medio de una gran ventisca de nieve en el frío Wyoming post guerra de Secesión. Atrapados en una cabaña cuya puerta está rota, los ocho personajes, odiosos, convivirán durante unas horas de creciente tensión. Y lo harán sin dejar de hablar.

Se pronuncian tantas frases mientras sopla el viento fuera de la cabaña, como litros de sangre se han vertido al final de la película. Por eso resulta inevitable pensar en Reservoir Dogs, su opera prima, película con la que Los odiosos ocho forma un díptico de un genero que él ha inventado: el drama-con-asesinos-encerrados-con-pistolas-cargadas. Estos odiosos ocho, estos ocho malditos bastardos, son a fin de cuentas perros encerrados protagonistas de una pulp fiction. La mayor parte de la acción transcurre entre las cuatro paredes de una cabaña aislada del mundo en un espacio perdido, casi apocalíptico, casi tanto como una nave abandonada. Afuera no hay nada. Sólo la nieve. Esa nieve en la que le dijo Tarantino a Morricone que pensara cuando componía la banda sonora. Nieve blanca. Fría. Tan blanca y fría que quema con solo verla. En cierto modo, es el mismo paisaje que John Carpenter pensó para La cosa (1982). No hay prácticamente diferencia entre estar aislados en la Antártida o en un puerto de montaña de Wyoming. Más pistas: La banda sonora de La cosa la compuso Morricone; Tarantino le pidió a Morricone composiciones originales y descartes de La cosa para Los odiosos ocho. Y, cabe recordar, ambas películas comparten también a Kurt Russell. Si parece un león, anda como un león y ruge como un león, es que es un león.

Nada es azaroso. Hay que insistir en ello. Es la explicación de una de las recetas del éxito del autor de Pulp Fiction: al final todo encaja. Dentro de la propia película, e incluso más allá. Viendo el Cristo abandonado en un rincón del camino, cubierto de nieve, resulta difícil no recordar otro Cristo abandonado, el que se encontraba el protagonista de Exterminio (1980), la película de culto de Kinji Fukasaku. ¿La habrá visto Tarantino? Seguramente sí. Tarantino parece que ha visto todo el cine que ha existido para devorarlo, deglutirlo y expulsarlo como algo nuevo; es lo que hacen algunos genios. En el caso de su película nadie habla con el Cristo; sólo vemos pasar a la diligencia en la que viajan los condenados al infierno huyendo de la tormenta. Todos los que dejan atrás a Cristo verán el averno, como sabe bien cualquier profeta loco. ‘No temas a la ira de la Naturaleza, teme al corazón de las tinieblas’, se carcajea Tarantino. Los que se han subido a esa diligencia lo han hecho en el carro de la muerte y se dirigen al infierno, que se halla unas millas antes de Red Rock. 

Tarantino, el profeta loco del cine posmoderno, se rodea de buenos sacerdotes para difundir su fe inquebrantable en el séptimo arte, empezando por ese ya imprescindible Samuel L. Jackson, pasando por algunos de sus compañeros de correrías juveniles, Tim Roth y Michael Madsen que están ahí como nuevo recordatorio a Reservoir Dogs, hasta el ya citado Kurt Russell o los más recientes Bruce Dern, Channing Tatum, Demian Bichir, Walton Goggins, y una turbadora Jennifer Jason Leigh. Los ocho, como instrumentos bien afinados, suenan a las órdenes de un director en estado de gracia. Verbalizan esos diálogos repletos de giros y amenazas que hacen temer por la vida de todo aquel personaje que osa hablar demasiado. Un temor que sorprende. Crueles, bestiales, divertidamente salvajes, los odiosos ocho son cualquier cosa menos personajes con los que resulte fácil de empatizar. Uno tiene que aceptarlos como son. Ése es su privilegio.

En ocasiones, novedad en él, Tarantino se recrea en la belleza de lo captado. Es más elegante que nunca. Acude también a planos que son clichés en sí mismos, como esos caballos en slow motion del principio. Pero hay sobre todo una constante revisión de su propio universo, autoplagio quizás, sí, pero como hacía el ya mentado Howard Hawks. Tarantino en cierto modo reflexiona sobre su cine con este largometraje que envuelve con ropas ajenas. Mira a los clásicos con un ojo y con el otro a toda su filmografía, sin dejar nunca de enfocar bien. Las conversaciones sobre hamburguesas europeas y sistema métrico decimal son reemplazadas por diálogos de cazadores de recompensas en torno a la conveniencia o no de matar a sus capturas, o breves lecciones de francés. Y funcionan. 

Todo funciona en esta película dividida en cinco capítulos que se sobrepone a sus casualidades imposibles, a sus momentos alargados innecesariamente, qué más da, hasta el punto que sus casi tres horas no resultan pesadas. Su objetivo transciende los pespuntes de la narrativa convencional. Porque Tarantino lo que aspira no es sólo a recuperar el western como género, a dotarle de una perspectiva hasta ahora casi inexplorada, la del whodunit, a agrandar sus horizontes, sino que sobre todo aspira a entretenernos, a captar nuestra atención como el niño pequeño que sigue siendo. 

Para ello no duda en pisar todos los charcos, incluidos los políticos, removernos con sus incorrecciones (su obsesión por las felaciones es freudiana) y acudir a todas las referencias posibles, con reminiscencias de todo tipo, propias y ajenas. Toda la imaginería de la película está llena de alusiones claras, evidentes. La mercería de Minnie, esa gran cabaña donde transcurre buena parte de la acción, remite a las cárceles de Hawks en Río Bravo (1959) y El dorado; también, aunque sólo sea por su aspecto, a la cabaña más pequeña que fue escenario del diálogo sobre las ardillas y las ratas de Malditos bastardos (2009), pero está tan llena de objetos y cachivaches, guiños quizás, que a uno le recuerda a la de Samuel Fuller que el propio Tarantino y Tim Robbinsvisitaban en el documental Fuller, la máquina de escribir, el rifle y la cámara (1996, Adam Simon). Tarantino no esconde ninguna carta porque tiene todos los ases en la manga. Éste es el juego. Y el espectador sabe que puede o no sumarse. No hay trampa ni cartón. Si alguien apuesta por aceptar las reglas del mundo tarantiniano, si confía en la película, es muy difícil que salga decepcionado. Eso, a día de hoy, no es que sea excepcional; es que es casi un milagro.

Se puede decir que lo ha vuelto a hacer, como ya hiciera en Reservoir dogs y como parece que hará siempre que quiera. Las palabras que usaba Peter Biskind en el libro Sexo, mentiras y Hollywood para describir esa película seminal de 1992 valdrían hoy más de dos décadas después para describir Los odiosos ocho, con la que tanto tiene en común.“En gran medida era una película de género pero, en la misma medida, no lo era. (…) El placer que sus películas parecen encontrar en el asesinato casual, teatralmente puesto en escena (por pura diversión, sí); las sanguinarias escenas, sádicas y casi barrocas desde el punto de vista creativo, junto con la falta absoluta de un valor social que pueda redimirlas y la actitud indulgente que el director despliega hacia sus personajes, unos vagos de dudosa reputación, todo se combina para darles una carga peligrosa”. Puede que no sea su mejor película, obvio, eso es difícil hasta para él, pero está a la altura de su talento. Si hay algo que demuestra Los odiosos ocho es que Tarantino sigue armado y peligroso. Mola.

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