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Tal vez podamos arder con el mismo fuego: Éric Vuillard

Todo ese escenario del 14 de Julio va llenándose de vida conforme aparecen los personajes, los asaltantes de la follie Titon, el matrimonio que desciende a la morgue para identificar uno de los cadáveres de las primeras revueltas, el juego y las joyas de Versalles, la deuda, los cambios de ministro, el fuego, las barricadas en las calles de París

1/07/2019 - 

Cojo el libro de Éric Vuillard por su portada, por su título y por el recuerdo de El orden del día, esa novela que ha dado la vuelta a un año, de verano en verano, saltando de referencia en referencia, de comentario en comentario. Enumero, una, dos, tres, cuatro, cinco personas con las que he coincidido en sensaciones tras leer aquella magnífica historia sobre las reuniones de empresarios alemanes que, ante la llegada posible de Adolf Hitler al poder, deciden apostar e invertir (emprender) en el partido nacional-socialista cuando los jerarcas nazis les piden ayuda para aupar en las elecciones de 1933 a Hitler.

Ese ambiente lúgubre de los castillos bávaros, las conversaciones entre los grandes capitalistas de Alemania, los apellidos que todavía perviven en el mundo de la gran industria, la conexión de la historia con mayúsculas con acontecimientos mínimos, la playa del último verano… todo eso se me agolpa en la cabeza cuando veo entre los montones de libros el apellido de Vuillard, la tapa negra, la ilustración de un niño con bonete revolucionario, el título evocador: 14 de julio.

Todo se volvió verdad

Qué maravilla, pienso, sosteniendo las menos de doscientas páginas de su nueva novela y repasando el argumento de la contraportada. En plena vorágine tecnológica, los franceses vuelven a la Revolución de 1789, quizás para explicar los pormenores de un acontecimiento que transformó el mundo entero, quizás para contraponerlo como un espejo sobre una realidad espesa como la nuestra, carente de un relato, de una explicación, de cierta previsibilidad, que es lo que en realidad hemos ido conquistando, a ratos, desde entonces. Somos la generación del paso atrás: regresamos al pasado para entendernos, vuelven los conflictos que creíamos haber superado.

Espero de nuevo a tumbarme sobre la playa. No son vacaciones, pero es verano. Y con esa agitación infantil del primer día de verano, abro el 14 de julio de Vuillard. “Todo se volvió verdad”, dice el narrador en cierto momento. Y comienza la Historia.

“A los grandes momentos siempre se asocian episodios más livianos, disparatados, como una respiración del alma”. Entro en la novela como en un escenario conocido, antiguo, como las bambalinas de un teatro en el que se va a representar Los miserables. Porque cada párrafo y cada escena son evocadores de nuestra historia. Todo ese escenario va llenándose de vida conforme aparecen los personajes, los asaltantes de la follie Titon, el matrimonio que desciende a la morgue para identificar uno de los cadáveres de las primeras revueltas, el juego y las joyas de Versalles, la deuda, los cambios de ministro, el fuego, las barricadas en las calles de París, la Bastilla, los Estados Generales, el Jeu de Paume. París, París, París, no hay ciudad más escrita que esa.

La tramoya de nuestras lecturas

Con París y con 14 de julio volvemos a leer a Victor Hugo de hace quince años y esas páginas terrosas en las que se narra con todo detalle la batalla de Waterloo. Observamos de nuevo Notre Dâme en llamas con un cadalso de madera plantado frente a los apóstoles, la silueta de Quasimodo, los cascabeles de Esmeralda, la tiranía de Frolo.

Regresa con Vuillard la venganza del conde de Montecristo, los dos tomos de aquella novela de Alexandre Dumas que daban con una colección de El País y que leía en el coche, mientras esperaba a la puerta de la fábrica que saliera mi madre. La escena en que Frédéric Moreau seduce a Rosanette en La educación sentimental de Gustave Flaubert, como venganza emocional hacia madame Arnoux, aquella a la que verdaderamente ama, mientras fuera de la escena se escuchan los disparos y los gritos nocturnos de la Revolución burguesa de 1848.

Hace diez años, según compruebo en los datos del archivo, que escribí fragmentos extraordinarios de aquella novela romántica y realista al mismo tiempo: “Aunque nunca hubo legislación más humana, el espectro del 93 reapareció, y la cuchilla de la guillotina vibró en todas las sílabas de la palabra República. Francia, sintiéndose ya sin dueño, se puso a gritar de espanto, como un ciego sin bastón, como un crío que ha perdido a su niñera”.

Esa es la tramoya de nuestras lecturas.

Fuego

Vuelven todos los escenarios que me enamoraron desde siempre. Y esta vez, con la prosa excepcional de su autor, nos dirigimos a la intrahistoria de la Revolución de 1789, la madre de todas las revoluciones, establecido así porque Francia fue el país que inventó la historiografía moderna. Asistimos a los días previos al estallido revolucionario, a las primeras protestas, a las primeras descargas de la Guardia Real, a esa sensación del pueblo de tensar la cuerda a ver qué pasa, porque nunca pasa nada.

Vuelan las páginas, y mientras  tanto voy cambiando de posición en la toalla, sin percatarme que ese sol, mitigado por la brisa del mar, está penetrando en una piel pálida, vulnerable después de tantos meses de frío. “Tal vez podamos arder con el mismo fuego, pero no ese mismo día, no en ese mismo momento”, aunque parece que podemos recordar el furor revolucionario como si hubiéramos participado directamente de él.

Quiso el azar editorial, o la inspiración del autor, que la publicación de la novela de Vuillard coincidiera con las manifestaciones de los chalecos amarillos en Francia. Un movimiento contestatario ajeno al espectro de representación política a través del cual digerimos nuestro malestar. Un levantamiento que reniega de portavoces o de mensajeros. Que quiere incendiar el poder con la acción directa. Que busca transformar la realidad, aunque sea en un infierno. Un descontrol reprimido por las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. Una fiebre social que anuncia tormenta, que es un escalón más hacia el abismo, la violencia y la ruptura con la historia.

Los chalecos amarillos aparecen entre las páginas de Vuillard. De nuevo hacemos nuestra la historia de hace doscientos años. Ese pasado que explica. Que parece describirnos. Y volvemos a ver la deuda, el hambre, la rapiña, la tensión del a ver qué pasa, la ingenuidad del poder, su arbitariedad, el lobo feroz, la guillotina. Como aquellos empresarios alemanes que financiaron a Hitler para convertirlo en canciller y que hicieron fortuna al calor del III Reich y del totalitarismo nazi, que se blanquearon con la posguerra, que pasaron desapercibidos en los libros de historia y en los juicios de Núremberg. Volvemos a ver el día de antes, las semanas previas, los meses que antecedieron a la tragedia.

Y así proyectamos ese 14 de julio, los días del malestar que condujeron a cambiar el mundo, a llenarlo de sangre, a ejecutar a los malvados, a entronar a nuevos reyes, a buscar la gloria, a mitigar la frustración, a contener el aullido de las masas. Lo bueno y lo malo. Lo mejor y lo peor de nuestra historia.

Y es en esa playa, rodeado de recuerdos y de imágenes, donde leo esta frase para entender que seguimos siendo los mismos, la misma entraña de aquel tiempo: “Lo que arde se proyecta sobre lo que nos rodea algo fascinante. Bailamos en torno al mundo que se trastorna, la mirada se pierde en el fuego. Somos paja”. Cegador. Deslumbrante.

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