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Todo lo que Ale-Hop ha borrado de nuestro mundo

Leila Guerriero comienza a conversar con el pianista en su departamento de Once, un barrio popular del centro de Buenos Aires. Y entre esas conversaciones, budines y pasteles, confidencias y maldades, se yergue un personaje fascinante, un geniecito de la música atrapado en el piso 12 de un edificio modernista, a espaldas de los teatros de la avenida Corrientes

20/05/2019 - 

Camino a casa pensando en cómo hablaré de esta novela, Opus Gelber, de la escritora argentina Leila Guerriero. Se suceden las ideas mientras esquivo turistas que esperan a las puertas de un hostal en la calle La Paz. Martillean en mi cabeza las escenas que tengo que explicar, los datos que debo poner por escrito, las anécdotas del protagonista. Le petit brioche. Prieto. Halcón Viajes. Dunkin’ Coffee. Que no se me olvide nada. Que no olvide decir que Leila Guerriero es una cronista fantástica. Carrefour. Fiaskilo. Camper. Cosméticos Paquita Orts.

Tengo que decir, cuando escriba, que Guerriero forma parte de esa escuela libre y formidable de cronistas latinoamericanos que han retomado el testigo de Arlt, Martí, García Márquez, Tomás Eloy Martínez... y que desde Buenos Aires, México DF o Bogotá relatan el “nuevo” mundo con historias reales, pero no tan mágicas como en los sesenta, ni tan repetidas como las que aparecen en las revistas dominicales de los periódicos europeos: los desaparecidos argentinos, la vida en las favelas o las pasiones que despierta un Boca-River.

Opus Gelber, ese retrato de un pianista escrito por la argentina Guerriero, me ha tenido atrapado desde que Juan me la recomendara ante un pincho de tortilla, casi suplicando, deshaciéndose en elogios y poniéndome un cebo difícil de resistir: Bruno Gelber, aparte de ser uno de los mejores pianistas del mundo, vive retirado en su piso de Buenos Aires donde profesa un culto desmedido hacia Laura Hidalgo, diva del cine argentino de los años cincuenta, hasta el punto de que, incluso, ha transformado su rostro mediante operaciones de cirugía estética para asemejarse a la famosa actriz, muerta en la primavera austral del año 2005.

“Últimamente se están publicando muchas novelas sobre músicos”, me dice Juan. Pero ninguna como esta, pienso mientras subo por a acera izquierda de la calle La Paz, mirando al fondo la torre de Santa Catalina. Cómo hablaré de esta novela, de la sumersión que provoca la lectura de sus páginas en ese mundo antiguo, exuberante y kitsch de las divas argentinas de los años cincuenta, de la cascada de referencias a Beethoven, Haydn, Schubert o Chopin, de la sucesión de reseñas y críticas a conciertos de piano que tuvieron lugar hace veinte, treinta o cuarenta años.

Y es entonces, a mitad de calle, cuando observo los comercios de la otra acera y lo veo claro. Por delante pasan turistas, autobuses o ejecutivos. Nada detiene el trasiego de la zona noble de la ciudad. Veo el edificio robusto, lleno de balcones y ventanales, cuadriculado y gris. Y ribeteando los escaparates de la tienda y ocupando todo el frontal de la manzana, leo UNIÓN MUSICAL ESPAÑOLA. ANTES CASA DOTESIO. En la puerta de la tienda, asoma una vaca de plástico a tamaño real. En su interior, relucen los cachivaches de la tienda Ale-Hop, la empresa que sustituyó a la emblemática tienda de música hace cuatro años. De la antigua casa musical, solo queda ese rótulo de azulejo valenciano, el lazo de la cajita de regalo, la guinda de un pastel que ahora cocinan de manera industrial para venderlo milimétricamente cortado en Starbucks.

Concierto para piano 1 Opus 15 de Brahms

No sabía nada de Bruno Gelber. No conocía tampoco a Martha Argerich, también pianista argentina. Aunque sí tenía idea de quién era Daniel Barenboim, más mediático, más expuesto, desde que en aquel concierto de Año Nuevo del año 2009 dirigiera a la Orquesta Filarmónica de Viena se dedicara a jugar con el público durante la Marcha Radetzky haciendo aspavientos, a vigilar que no aplaudieran hasta el estribillo y a hacer vibrar al público cuando mandaba tocar palmas y daba saltitos en los compases finales de la pieza.

Fiel a su estilo, jocoso y provocador, puro espectáculo, cinco años más tarde, en 2014, el mismo día, ante el mismo auditorio, delante de la aristocracia europea (o lo que sea) en ese salón dorado vienés de primeros de año, retransmitido en directo para todo el mundo, dedicó los tres minutos quince segundos de la Marcha final para saludar uno a uno a los músicos de la Filarmónica y a bromear con ellos, cogiéndoles la trompeta, moviéndoles los atriles o palmeando los tambores.

Gelber – Argerich – Barenboim componen un trío de pianistas argentinos prodigiosos, entre los mejores del mundo. Y cada cual tiene su historia. Leila Guerriero comienza por Bruno Gelber una tarde de abril del año 2017, cuando comienza a conversar con el pianista en su departamento de Once, un barrio popular del centro de Buenos Aires. Y entre esas conversaciones, budines y pasteles, confidencias y maldades, se yergue un personaje fascinante, un geniecito de la música atrapado en el piso 12 de un edificio modernista, a espaldas de los teatros de la avenida Corrientes.

“Podría pensarse que un pianista de setenta y seis años que tocó en las mejores salas y con los mejores directores del mundo, a quien la crítica elevó al paraíso, hablaría con deleite de cada uno de los pasos de su carrera. [...] Pero no. Si se refiere a un concierto, nunca es para hacer alusión a algo relacionado con la música sino para contar cosas tales como que, tocando al aire libre, se tragó un mosquito”.

Gelber se vislumbra, a través de sus palabras y de las palabras de Guerriero, en un espacio de penumbra, alumbrado en parte con el brillo de la música clásica y la crema europea, y escondido tras los chistes, las anécdotas y la enfermedad de la polio que lo ha acompañado durante toda su vida. Veinticinco años en París, veintitrés en Mónaco y de vuelta a la Argentina para tocar en el Teatro Colón, y también en salas y teatritos de provincias. Siempre con la misma pasión. Siempre recordando a su maestro Scaramuzza, el oficio de sus padres, el primer viaje a París, las estrecheces económicas que sufrió, el lujo que vendría después, los años de aprendizaje del protocolo, del refinamiento y de la belleza que no añora, los viajes a Japón, los mejores hoteles, los mejores restaurantes, las disertaciones sobre el amor, la enfermedad, la vejez y la alegría, las amistades con condesas, duquesas, princesas y... Laura Hidalgo, la diva argentina del cine de los años cincuenta.

Desde ese departamento del barrio de Once, Leila Guerriero recorre cuarenta años de música clásica, en un espacio cada vez más cercado por la música comercial y la despreocupación general por un mundo que siempre quiso ser exclusivo.

Abro Spotify para buscar el concierto para piano 1 Opus 15 de Brahms, la pieza maestra de Gelber. Una hora de virtuosismo. Salta Tchaikovsky. Escucho (porque me encanta) el Leiermann de Schubert cantado por Thomas Quasthoff y tocado al piano por Barenboim. Continúa la sonata del Claro de Luna Beethoven, interpretado por Pletnev, un pianista ruso que fue acusado (y absuelto) de pedofilia en Tailandia. Hay tantas historias en este libro.

Paso por delante de la Unión Musical Española, antes Casa Dotesio. Y veo la vaca de plástico bajo el letrero de Ale-Hop, la tienda de cachivaches con forma de unicornio y tazas que tienen inscritas frases motivadoras. E imagino que Bruno Gelber amanece en el piso 12 del barrio de Once, que sigue conversando sobre sus días de gloria sentado frente a un piano y conduciendo un descapotable en las cuestas de Mónaco. Y que Leila Guerriero sigue escribiendo esa magnífica novela, Opus Gelber, sobre un tiempo que ya no existe, sobre una cultura que nunca conocimos sino a través de sus vestigios y sobre un personaje que sobrevive manteniendo la imagen de genio y de diva que sigue relatando anécdotas como el mosquito que se tragó al aire libre, sobre el concierto suspendido por la huelga de quien debía abrir el telón del teatro o sobre la cocacola que su padre le negó en los tiempos de estrechez.

Veo el letrero de la antigua casa de la música de la calle La Paz, esos azulejos valencianos que cubren la fachada, y me inquieta pensar en todo lo que el tiempo, el olvido y Ale-Hop ha borrado de nuestro mundo. Y que nadie va a recordar, a menos que Leila Guerriero se asome una tarde de abril para iniciar una conversación maravillosa.

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