VALENCIA. Esta semana tomaron posesión de sus cargos en toda España los nuevos alcaldes. Había -y hay- mucha expectación por ver las medidas, y también las actitudes, que desplegarían. Sobre todo, en el caso de los alcaldes provenientes de plataformas ciudadanas, que han accedido a la alcaldía de algunas de las ciudades más importantes de España, entre ellas las dos más pobladas, Madrid y Barcelona. Y, por supuesto, también había expectación por ver en acción al nuevo alcalde de Valencia, Joan Ribó, tras los veinticuatro años de mandato de Rita Barberá.
Pero, junto con la expectación, han llegado muy rápidamente los ataques, emanados desde los partidos de la oposición conservadora y los medios de comunicación afines (y algunos, teóricamente, no tan afines). Nada que objetar, en principio, aunque los 100 días de gracia que tradicionalmente se suelen dar a los mandatarios recién llegados aquí no han sido ni cien minutos. Sin embargo, atacar desde el minuto uno tiene el problema de que no hay mucho donde escoger para perfilar los ataques: uno tiene que agarrarse a cualquier gesto, o medida simbólica, o fotografía, y buscar las razones por las cuales dicha acción es criticable. Y eso no siempre sale bien.
Veamos el caso de Joan Ribó, por ejemplo. En la semana que lleva al frente del consistorio, el nuevo alcalde ha abierto las puertas del Ayuntamiento para que lo visite quien quiera y ha anunciado que recibirá a los vecinos que lo deseen una tarde por semana. Ha llegado al trabajo en bicicleta, en una fotografía reproducida (y parodiada) hasta la saciedad. Y ha anunciado sus primeras medidas, que van en la línea ya apuntada durante la campaña (favorecer a los peatones y los ciclistas, aumentar los fondos destinados a los comedores escolares, paralizar la ampliación de Blasco Ibáñez por el barrio del Cabanyal, etc.).
Realmente, no hay mucho donde agarrarse si lo que uno quiere es lanzar críticas contra el nuevo alcalde; porque lo que hay son, sobre todo, medidas simbólicas que contrastan con el oscurantismo y alejamiento de la gente de Rita Barberá en sus últimos años al frente del ayuntamiento, acompañadas de las disposiciones que ya figuraban en el programa electoral. Y porque, además, los ataques, cuando se han producido, han generado efectos contraproducentes.
Un caso claro es el del senador Vicente Aparici, del PP de Castellón, que criticó a Ribó por no llevar casco en su famosa foto en bici. Una crítica que rápidamente generó, a su vez, muchas críticas: está permitido ir sin casco por el interior de la ciudad y, de hecho, así lo hacen prácticamente todos los ciclistas. Por otra parte, el propio Aparici apoyó con un retuit desde su cuenta en Twitter la actividad de otros ciclistas que iban sin casco por el interior de una ciudad, hace apenas un mes (vía @debasermad):
Lo cual nos lleva al principal protagonista de esta semana: Twitter. Y más concretamente, lo que publicaron en Twitter, hace semanas, meses o años, personas que ahora son cargos públicos, pero entonces eran ciudadanos más o menos anónimos. La materia objeto de polémica ya es conocida. El concejal de Cultura de Madrid, Guillermo Zapata, publicó en 2011 unos tuits en los que se reía de los judíos y relativizaba el holocausto. La maquinaria crítica se puso rápidamente en marcha, no sólo desde los partidos políticos (PP, PSOE y C's pidieron su dimisión), sino -sobre todo- desde los medios de comunicación, que convirtieron el asunto en un escándalo que obligó a dimitir a Zapata en apenas un día.
Además del obvio madridcentrismo de nuestros medios de comunicación (obsesionados, a todos los niveles, con todo lo que pase en Madrid, mientras ignoran, también a todos los niveles, lo que sucede en otras partes), a Zapata le perjudicó, evidentemente, la aparición descontextualizada de sus tuits. Zapata dio una explicación del contexto en el que se produjeron: para intentar ejemplificar los límites de la libertad de expresión, así como la necesidad de ejercer dicha libertad de expresión, frente a las oleadas purificadoras que en aquel momento (2011) se habían echado sobre el cineasta Nacho Vigalondo, a quien se le ocurrió publicar un tuit que bromeaba con el Holocausto y acabó siendo despedido del diario El País, con el que colaboraba hasta entonces.
Explicar el contexto es difícil en un medio en el que los mensajes circulan descontextualizados, como es Twitter. Y más aún si los mensajes surgen cuatro años después y se usan para tirárselos a la cabeza a Zapata y Ahora Madrid, en plan inquisitorial y sin aportar más información que el contenido del tuit, y a veces ni eso. Muchos de los ciudadanos escandalizados con los tuits de Zapata ni siquiera saben que son tuits (o, para ser exactos, qué es un tuit): creen que son "declaraciones" que hizo el exconcejal de Cultura, como si Zapata hubiera convocado una rueda de prensa para reírse del pueblo judío con su humor cruel.
Es ciertamente difícil soportar la presión de los medios de comunicación, los demás partidos y buena parte de la ciudadanía, a la que sin duda le indignaba el contenido de los mensajes. Desde esa perspectiva, se entiende la dimisión de Zapata (quien, por cierto, ha mostrado una actitud impecable, tanto en la rueda de prensa en la que la anunció como en sus declaraciones posteriores). Pero las consecuencias de su dimisión son muy negativas, y ya pueden percibirse sin dificultad: borrado de tuits, "investigaciones" de la Policía, cierre de cuentas de muchos activistas... En resumen, un singular deterioro del espacio público y de la libertad de expresión.
Los ataques a la libertad de expresión no siempre se producen mediante acciones espectaculares y bien visibles, como la censura de una publicación o el encarcelamiento de alguien. También disminuye, y mucho, el espacio de la libertad de expresión si la gente tiene miedo de expresarse por las consecuencias que esto pudiera tener, y está constantemente matizando, relativizando, moderando la forma y el fondo de sus mensajes. Autocensurándose. No se trata de que haya que ejercer la libertad de expresión con responsabilidad -como es obvio-, sino de coartarla y reducir su esfera de actuación. No hay más que ver el ambiente opresivo y el celo inquisitorial con el que se daban esta semana las "espeluznantes noticias" de que alguien había puesto en 2009 algo inconveniente en Twitter.
El problema de Twitter es que se trata de un medio entre lo privado, lo social y lo público. La inmensa mayoría de las personas que difunden sus ideas u opiniones por esa red social lo hacen sin tener -ni buscar- apenas repercusión. Para ellos, Twitter es, a lo sumo, el equivalente a una conversación en el bar, o unas pintadas en la pared. Nadie resistiría un escrutinio de diez años de conversaciones con sus amigos: las inconveniencias, el humor negro, y las opiniones irritantes a ojos de muchos, menudearían por doquier. Y más aún si, además, se escoge una frase particularmente impresentable e hiriente y luego se presenta ante la luz pública para "ejemplificar" la crueldad y perversidad del nuevo cargo público. Así no hay concejal que se resista.
#prayfor... Pablo Iglesias te trae marisco
Toda esta semana ha sido como un gigantesco #prayfor..., la sección de esta columna en la que intento aportar algún acontecimiento curioso o llamativo sucedido en Internet, y en particular en Twitter. Así que... ¿por qué podría decantarme esta semana, cuando hay tanto donde escoger?
Me permitirán que, para rebajar tanta crispación tuitera, pesque en un simpático error de la cuenta oficial de Podemos, que el pasado jueves anunciaba la aparición de la nueva web (y la nueva imagen serigrafiada, más cálida y amable que la anterior) de Pablo Iglesias, www.pabloiglesias.org. El problema es que en el tuit en el que lo anunciaban se equivocaron de web y pusieron www.pabloiglesias.com. Una web que nos lleva (por si no han pulsado en el link) justamente aquí:
Los medios que llevan años llenando portadas con "escándalos" de sindicalistas comiendo marisco tenían una oportunidad única para hacer su agosto aquí; pero, inexplicablemente, no la han aprovechado.